Científicos a escena. Sin excusas
Los investigadores están obligados a opinar sobre algunas de las cuestiones más importantes de la economía y la política actuales
Hay que admitir que algo ha cambiado en las últimas décadas respecto a la presencia pública de los científicos. Habiendo estado a los dos lados de la barrera, yo pude conocer bien el estilo del siglo pasado, caracterizado por la cobardía, el miedo escénico y el silencio sepulcral. Ya saben, qué va a pensar el del laboratorio de al lado, o cómo se lo va a tomar el que pone la pasta para mi investigación, o qué será de mí si parezco afín al Gobierno, o a la oposición o a la religión de moda o a la pasada de moda. Hacer que un científico expresara su punto de vista en un periódico era como convencer a un burro de que se tirara por un barranco.
No me refiero a que el experto escribiera sobre su tema de trabajo ―poca gente se resistiría a ese ejercicio de autopromoción―, sino a que se involucrara en los asuntos de interés público sobre los que tuviera algo que decir. Por ejemplo, que el jefe de la sociedad científica más relevante en materia de cuidados paliativos evite pronunciarse sobre una acusación política de homicidio múltiple contra el doctor Luis Montes y su equipo de médicos del hospital de Leganés. O que ni un solo científico español quisiera hacer un miserable comentario cuando la anterior reina confesó ser una creacionista. En aquella ocasión, por cierto, tuve que recurrir a un investigador mexicano para que dijera algo.
Es evidente que la situación ha cambiado mucho, como ha revelado la pandemia con especial claridad. Los virólogos, epidemiólogos y demás científicos relacionados con el tema se han volcado en los medios para explicarnos a todos lo que estaba pasando, lo que debíamos hacer para limitar daños y lo que podíamos esperar en las semanas siguientes. Pese a aquellos miedos cavernarios a expresarse en público, nadie les ha criticado por ello. Lejos de quitarles su subvención o su puesto académico, las instituciones y hasta los bancos les han premiado por su comparecencia. Y no creo que nadie tenga la menor duda de que su presencia pública ha sido importante, ha mejorado la gestión de las autoridades sanitarias y hasta nos ha consolado desde una óptica psicológica.
Hay que seguir incidiendo en esa línea, y a ser posible sin esperar a la próxima pandemia. Ni a que acabe la guerra. Los científicos, como parece obvio, tienen mucho que decir sobre el cambio climático y los modelos de transición energética y, por tanto, están obligados a opinar sobre algunas de las cuestiones más importantes de la economía y la política actuales. La idea de que la ciencia es ajena a la política es extremadamente confusa. Es cierto que los resultados de la ciencia carecen de ideología ―ni siquiera Donald Trump podría embestir contra el teorema de Pitágoras—, pero la práctica científica está tan imbricada en el mundo como lo pueda estar una actividad humana. Por poner otro ejemplo: ¿tiene algo que decir un científico sobre el control de armas en Estados Unidos? Oh, sí. Una bala que mata a un niño obedece las leyes de la física, pero no dispararla solo se logra sometiendo a los políticos a la presión brutal e incesante de la razón. No hay excusas.
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