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Columna
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Pekín, fábrica de independentistas

La solución al rompecabezas de la pluralidad nacional no cabe en las mentes autocráticas, sean chinas o rusas

China Pekín
Una mujer pasea en bici bajo una pantalla en la que Xi Jinping pronuncia un discurso, en Pekín.Mark Schiefelbein (AP)
Lluís Bassets

Con la lupa sobre Nancy Pelosi, tal como a Xi Jinping le conviene, se pierde cualquier visión del paisaje que enfrenta a la China del partido único con Estados Unidos. Conocemos en España por experiencias muy recientes cómo los nacionalismos de cualquier signo son propensos a enmarañarse en un círculo vicioso que radicaliza las posiciones, excita las identidades excluyentes y conduce a conflictos sin salida. Si esto sucede en democracia y en la Europa de las libertades y el derecho, qué no sucederá cuando uno de los nacionalismos, sea ruso o chino, está impulsado por un expansionismo imperial, dirigido por un Gobierno autocrático y dispuesto a recurrir a las armas ante el menor obstáculo que surja en el camino.

En el caso de China, esta dinámica perversa se enfrenta con el dogma de la unicidad, al que debe someterse todo el mundo so pena de justificar la reacción más virulenta de quienes lo han instituido. Que China sea una sola y única no parece que pueda molestar a nadie, a menos que tal enunciado se convierta en la bandera con la que se anulan libertades, se invaden países, se somete a minorías y se encarcela a disidentes. Una sola China podría ser compatible con un Hong Kong que conservara las libertades anuladas por el régimen de Pekín. También podría ser compatible con la libertad de culto y religión en Xinjiang, donde los autóctonos uigures son minorizados, asimilados y desposeídos de su lengua, su cultura y su identidad. Una China unida sería incluso compatible con un Tíbet autogobernado, tal como pide el Dalai Lama, aunque las autoridades de Pekín lo tachen de separatista.

Nada facilitaría tanto que China fuera una sola como el regreso a la diplomacia y la política y la renuncia a la imposición y a la fuerza a la hora de organizar el régimen político. A nadie debe extrañar la aversión de los taiwaneses a la anexión por parte de China detectada por los sondeos de opinión, tras las amargas experiencias de hongkoneses, uigures y tibetanos bajo la dictadura del Partido Comunista, auténtica e irremediable fábrica de independentistas de todos los colores y nacionalidades, temerosa del más mínimo pluralismo y de la más sutil divergencia que pueda erosionar su férreo y policial monopolio del poder público.

La solución al rompecabezas no cabe en la mente de los autócratas. Los de Pekín y los de Moscú. Se llama democracia y, tratándose de inmensos países, se llama también federalismo. Son perfectamente posibles una sola China e incluso una sola Rusia donde quepan territorios y gentes que ahora se sienten oprimidos y expulsados, a condición de que el modelo no sea el de los viejos imperios despóticos de los Qing o de los Romanov, sino el imperio del Estado de derecho, la cooperación multilateral y la democracia. Hay un espejo donde mirarse y se llama Unión Europea.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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