Bajita
El vínculo entre estatura, estudios y clase social me lleva a deducir que el punto de partida de mi familia debía de estar muy abajo, porque estudiar, hemos estudiado como fieras
Cuando era pequeña, mis padres estaban preocupados por mi estatura. Mi pediatra medía 1,90 y, además de excelente profesional, era canario y socarrón: “¿Ustedes se han mirado?”. Sí, se habían mirado. Incluso mi abuela Juanita, a quien supuestamente me parecía, también había valorado su atractivo 1,50: “Hija, el perfume se guarda en frasco pequeño”. Nos ahorramos lo del veneno. Salvo alguna excepción extravagante —mi abuela Rufi— éramos una familia bajita. Rufi o Juanita son nombres que también hablan de orígenes. “No alcanzo” es una frase que aún forma parte de mi repertorio. En clase, yo era la segunda más bajita. Me aliviaba la existencia de una niña más bajita que yo, Paquita Cazorla: me daba argumentos para no autodestruirme y sacar pecho napoleónicamente. Ser bajita me obligaba a echarle nervio —a desgastarme aun a riesgo de que la erosión tenga efectos contraproducentes en la talla— y correr como bala y nadar como delfina. Saltaba altura practicando el Fosbury. También era empollona.
Algo debía de olerme porque hoy, estudios del sociólogo David Cámara y del historiador Miguel Martínez Carrión corroboran mis intuiciones. Apunta el primero: “Entre los hombres nacidos en la década de los noventa, los universitarios miden tres centímetros más que los que solo tienen estudios de primaria. En las mujeres, esta diferencia alcanza los dos centímetros”. Ahora entiendo que mi amor por el saber era una forma instintiva de querer ganar altura. No solo en sentido metafórico —”Hay que empinarse para entender un poema”, dice Ida Vitale—, sino en sentido literal. Sin embargo, la estatura no solo se relaciona con el nivel de estudios, sino con la alimentación. O la falta de ella. Son inquietantes las razones por las que unos hombres tienen las piernas más cortas que otros. Las razones por las que la media de estatura de una mujer de Países Bajos alcanza el 1,70 mientras que una guatemalteca mide, por término medio, 1,50. Ese vínculo entre estatura, estudios y clase social me lleva a deducir que el punto de partida de mi familia debía de estar muy abajo, porque estudiar hemos estudiado como fieras, y a Paz Padilla yo le debo de llegar por el ombligo. Quizá me equivoqué de carrera porque, igual que Gabriel Plaza, mejor nota de selectividad en Madrid, también decidí estudiar Filología. A Gabriel le han llovido los insultos, pero casi resultan más deplorables los apoyos: “Estudié Filología y ahora soy directiva”. Supongo que Gabriel estudiará Filología Clásica porque quiere ser filólogo y que el éxito no consiste siempre en llegar a ser directiva (¿o sí?). Martínez Carrión revela un dato distópico: “Se intuye que no solo hay un estancamiento (…), sino que incluso empezamos a perder altura”. Las becas de Ayuso lograrán que las personas altas sean mucho más altas y que las bajitas encojan, mientras los baloncestistas leen preventivamente a Epicuro. En la mesa del trilero, las bolitas de clase social, estudios y talla: ¿si estudio asciendo socialmente y crezco?, ¿hay marqueses bajitos? Quizá debamos empezar a tomarnos en serio el impacto de la clase social en la salud y preguntarnos por qué una profesora de filosofía de un instituto público o un médico de cabecera ganan menos —y posiblemente sean más bajitos— que una influencer altísima como Victoria Federica de Marichalar y Borbón. O que Tamara Falcó, cuya familia “era más de cacería que de libros”.
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