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Columna
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Les presento a Tamara Carrasco

Desde los indultos del ‘procés’, deshacer poco a poco el nudo que imposibilita la normalización institucional en Cataluña funciona como una estrategia de reafirmación del Estado

Tamara Carrasco
La activista independentista Tamara Carrasco llega al juicio contra ella en Barcelona en septiembre de 2020.Marta Perez (EFE)
Jordi Amat

Una mujer andando sola, pero custodiada y en dirección a un coche de policía. El montaje de la noticia y el lenguaje utilizado para narrar lo que había ocurrido aquella mañana en Viladecans activaba en el espectador de más de cuarenta años un lejano recuerdo: la detención de miembros de ETA, como si durante las horas previas se hubiese logrado desarticular un comando de la banda de asesinos liderado por aquella activista independentista de treinta y pocos años llamada Tamara Carrasco. Así abrieron algunos informativos el mediodía del 10 de abril de 2018, así pudo leerse en algunos titulares.

Y este lunes se publicó la sentencia del Tribunal Supremo confirmando la absolución de Carrasco. Leyéndola, ahora ya con una cierta perspectiva temporal, resulta abracadabrante constatar cómo durante meses se suspendió tanta conciencia crítica a la hora de analizar las consecuencias del colapso sufrido en Cataluña y cómo esa histeria (también periodística) dio carta de naturaleza a lo que eran fake news de manual. Porque el desencadenante que llevó a la Audiencia Nacional a ordenar primero aquel registro domiciliario, la detención acusada de sedición, rebelión y terrorismo, luego el traslado a la cárcel de Tres Cantos y al fin el confinamiento en su pueblo, había sido algo tan alarmante como esto: el envío por teléfono de un fantasioso mensaje de voz a su grupo de amigos con capacidad, como mucho, para cortar carreteras y provocar disturbios.

Fue en este clima viciado cuando la por entonces líder de la CUP Anna Gabriel —que había jugado un papel más que relevante al acelerar la deriva unilateral del procés desde el Parlament— decidió establecerse en Suiza, donde aún reside, para no acudir a los tribunales. Algunos dirán que se fugó, otros consideran que se exilió. Lo indiscutible es que durante cuatro años hubo una orden de detención contra ella dictada por el juez Llarena, pero el martes Gabriel sorprendió al ponerse a disposición al Tribunal Supremo. El juez ha retirado la orden y ahora está ella pendiente de declarar acusada de desobediencia —un delito que no conlleva penas de cárcel—. La decisión tomada por Gabriel, criticada en los círculos independentistas más locoides, abre una nueva fase en su proceso. Pero además puede representar un paso más en la necesaria reversión de la anomalía punitiva que, cinco años después de una extraña derrota, sigue pesando como una losa en la plúmbea cotidianidad política catalana, un peso que no deja de reverberar en la gobernabilidad española.

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Los avances en el cambio de clima, a pesar del episodio Pegasus, han sido la principal aportación del Gobierno de coalición y la presidencia de Esquerra en la Generalitat para la resolución del conflicto catalán realmente existente hoy. Si la mesa de diálogo es la escenificación pública de esa silenciosa negociación en marcha, su mantenimiento durante toda esta legislatura tendrá todo el sentido del mundo. En la reunión que debería celebrarse durante los próximos días, según lo anunciado por Sánchez y Aragonés, ya sería hora de retomar el proyecto de reforma del delito de sedición que defiende Jaume Asens y en la que estuvo trabajando el exministro Campo. Habrá quien lo impugne afirmando que el presidente es algo peor que un traidor a la patria o pensando que estamos ante su enésimo movimiento táctico para seguir en La Moncloa desguazando el Estado. En la práctica, desde la concesión de los indultos, viene ocurriendo lo contrario. Al ir deshaciendo poco a poco el nudo que imposibilita la normalización institucional en Cataluña, funciona como una estrategia de reafirmación del Estado.

Esa mañana de abril de 2018, según cuenta Sara González en Per raó d’estat, 12 guardias civiles registraron la casa de Tamara Carrasco. Tras revisar armarios y estanterías, descubrieron propaganda independentista y en su móvil una captura de pantalla de una comisaría de policía sacada de Google Maps. En algunos medios se dijo que era la prueba de los planes para perpetrar un atentado. Simplemente la tenía para ir a una manifestación de protesta, cada vez menos concurridas gracias al nuevo clima.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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