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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fuegos devastadores

El cambio climático impone un nuevo patrón a los incendios: cuando alcanzan cierto volumen, no hay manera de apagarlos

Las llamas devastaban el sábado amplias zonas del Parque Nacional de Monfragüe, en el municipio de Deleitosa (Cáceres).
Las llamas devastaban el sábado amplias zonas del Parque Nacional de Monfragüe, en el municipio de Deleitosa (Cáceres).Ismael Herrero (EFE)
El País

Tras una primavera en la que se alcanzaron temperaturas excepcionalmente altas, la península Ibérica afronta la segunda ola de calor del verano y todo apunta a que no será la última. Esta situación excepcional ha teñido de rojo el mapa de riesgo por temperaturas superiores a los 35 grados y eso se ha traducido en una ola más de 35 incendios, de los que más de una decena avanzan sin control, pese a que ya se ha movilizado el 70% de los dispositivos de emergencia y los efectivos de la Unidad Militar de Emergencias. No hay previsiones de lluvia a corto plazo, de modo que debemos prepararnos para las consecuencias de un verano tórrido en el que la posibilidad de morir por golpe de calor o por descompensación de las patologías crónicas es muy elevada.

No es un problema que afecte solo a España. La vecina Portugal y el suroeste francés sufren también fuegos devastadores; el Reino Unido ha activado la alerta por altas temperaturas, y la sequía que afecta tanto a Italia como a Grecia, Croacia y el norte de África hace que también allí proliferen los incendios. Todo el Mediterráneo vive una situación extrema de estrés hídrico y de liberación de energía acumulada congruente con las previsiones más alarmantes de los científicos.

El 3 de julio ya se habían quemado en España 70.354 hectáreas, prácticamente las mismas que en todo 2021, y son miles las personas evacuadas, como las más de 3.000 desalojadas en la sierra de Mijas. Aunque también hay incendios en el Levante español, los fuegos se concentran esta vez en la parte occidental de la Península, afectada por la fatídica confluencia de tres factores que alimentan la combustión: más de 30 grados de temperatura, vientos de más de 30 kilómetros por hora y una humedad inferior al 30%.

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A las condiciones meteorológicas extremas hay que añadir factores estructurales que agravan el riesgo y las consecuencias de los incendios. El aumento de las temperaturas hace que se evapore más agua y las reservas de los acuíferos disminuyan. Un bosque sobrecargado de masa forestal, que en condiciones normales ya necesitaría más agua, sufre un estrés hídrico adicional que lo hace más vulnerable. Muchos bosques acumulan todavía restos secos de la tormenta Filomena de 2021 que nadie ha limpiado; la masa forestal crece en extensiones continuas cada vez mayores que nadie gestiona y el abandono de campos de cultivo ha eliminado los cortafuegos naturales. Allí donde se mantiene la estructura agrícola tradicional, el mosaico de cultivos impide que el fuego se propague.

Nos adentramos, pues, en un nuevo escenario en el que las situaciones extremas se repetirán cada vez con mayor frecuencia. Y existe un nuevo patrón de incendios forestales en los que, una vez que el fuego alcanza un determinado volumen, resulta ya muy difícil apagarlo: el propio incendio crea las condiciones adicionales de sequedad y calor extremo que impiden su extinción. En muchos casos, el agua que se arroja desde el aire se evapora antes de llegar a las llamas.

El calentamiento global está provocando un círculo vicioso del que difícilmente podremos escapar sin incidir sobre los factores estructurales. Para salir de esta espiral no basta con incrementar los servicios de extinción, que de todos modos habrá que ampliar. Apagar los incendios es importante, pero aún lo es más prevenir los de mañana. Ha llegado el momento de plantear un cambio en la gestión del medio natural que permita adaptarse mejor a la nueva realidad que el cambio climático impone.

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