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Columna
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Deja quieta la comida

El transporte de alimentos por el mundo genera el 20% de las emisiones agrícolas

Inflación en México Banxico
Un hombre compra fruta en un supermercado de Ciudad de México.Nayeli Cruz
Javier Sampedro

En la primavera de 2011 estalló la crisis de los pepinos, de la que algún lector guardará un vago recuerdo. Un servicio epidemiológico de Hamburgo culpó a los pepinos españoles de un brote de diarrea hemorrágica que afectó a 4.000 ciudadanos y mató a 50 de ellos en Alemania, y de un estallido menor en Francia. Fue un error. La cosecha de pepinos se arruinó y Hamburgo pidió disculpas. La investigación posterior demostró que la bacteria responsable ya llevaba un año y medio en Alemania. Y no vino de ningún pepino, sino de un carguero llegado de Egipto con 15 toneladas de semillas de fenogreco, un componente del curri y una fuente de brotes para ensaladas.

Lo que más llamaba la atención de todo eso era el recorrido tortuoso y alucinatorio que había seguido el cargamento de fenogreco. Tras su llegada de Turquía al Sur de Europa, la mayoría del producto fue a parar a un intermediario alemán que tardó un año y medio en irlo vendiendo a las granjas que germinaban los brotes y los ofrecían a los restaurantes, y otra parte viajó al Reino Unido para que un distribuidor especializado repartiera el fenogreco en bolsitas de 50 gramos y se lo acabara vendiendo a Francia para tiendas y comedores escolares. ¿Era todo esto realmente necesario? ¿Seguro que no hay otra forma mejor de organizar las cosas? ¿Y quién es el inglés ese que se dedica a hacer paquetitos? Qué extraño es todo esto.

Científicos y ecologistas llevan décadas insistiendo en la necesidad de reducir el transporte de alimentos y fomentar la producción local. Las cifras de emisiones que se manejaban hasta ahora, sin embargo, no eran lo bastante elocuentes, teniendo en cuenta que la producción de comida supone en sí misma una fuente esencial de dióxido de carbono (un tercio de las emisiones globales). Esto está cambiando. Los últimos datos publicados en Nature Food muestran que el transporte de los alimentos por el mundo emite hasta siete veces más de lo que creíamos (tres gigatoneladas de dióxido de carbono anuales, para los amantes de los números). De hecho, el transporte supone el 20% de las emisiones totales de la agricultura, y seguramente es justo el 20% sobre el que se puede actuar más deprisa. Otra cosa es que queramos hacerlo.

Como cabe suponer, los países ricos son responsables de la mitad de las emisiones por transporte de alimentos, pese a suponer solo el 12% de la población mundial. Desde el otro ángulo, la mitad de las personas del planeta, que son los que viven en los países pobres, solo generan el 20% del CO2 por el mismo concepto. A los países ricos nos satisface comer de todo y todo el año, tomates en invierno, mangos y bananas a todas horas, chuletón de buey americano y pez globo japonés. Está en la lógica del comercio internacional, donde quien paga importa. Es mejor, dice la doctrina, que los países se relacionen por el comercio que por la guerra, y resulta francamente difícil oponerse a ese eslogan. Pero andar moviendo la comida por paralelos y meridianos es dañino y contribuye de modo nada despreciable al calentamiento del planeta. Encontrar formas justas de reducir ese tráfico es cuestión de ponerse a ello.

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