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tribuna
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El mundo es un único jardín

El verdadero gran desafío político del futuro consiste en encontrar una actitud que no sustituya la fe en un Dios todopoderoso y benévolo por la agitación de un mercado sanador de un planeta abandonado a sí mismo

El mundo es un único jardín. WOLFRAM EILENBERGER
RAQUEL MARÍN

¿Qué hacer? No es la primera vez que oímos esta pregunta. Sin embargo, hoy se plantea de una manera y con una urgencia nuevas. Sobre todo para las fuerzas liberales de este continente, y del planeta. Desde este mismo momento podemos prever que, cuando se vuelva la vista atrás, la primavera del año 2022 aparecerá como el otoño de 1989, o sea, como un punto de inflexión que selló el fin de una ilusión largo tiempo albergada.

En aquel entonces, la caída del Muro de Berlín señaló el adiós a la ilusión del socialismo estatal de lograr nivelar la diferencia entre igualdad y justicia a través de la producción utilizando los medios de la planificación centralizada y la privación perpetua de libertad. Actualmente, la invasión rusa de Ucrania marca el vaciado de contenido de la máxima liberal del cambio de valores políticos a través de la intensificación del comercio, del mismo modo que lo hace el terror cotidiano en China, donde el régimen somete ahora a metrópolis enteras a la lógica del campo de concentración que lleva décadas perfeccionando con las minorías de la periferia.

La idea de que la creciente interconexión mundial y las dependencias económicas mutuas nos acercan paulatinamente al reino kantiano de los fines y su paz eterna parece carecer de fundamento. La que fuera esperanza reguladora funciona ahora como retórica negadora en el día a día de la política. Lo que queda tras asomarse al abismo, en especial desde la perspectiva centroeuropea, es la vergonzosa constatación de que las dependencias son tan poco mutuas como equilibrada está la fuerza militar.

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El diagnóstico es sombrío. En el siglo XXI, el continente de la Ilustración no está en condiciones de mantener económicamente su forma de vida liberal ni de defenderla militarmente, por no hablar de la irreversible devastación ecológica que han traído consigo sobre todo los últimos 30 años de expansión mundial del consumo.

En consecuencia, precisamente la generación más joven de políticos y políticas europeos —desde Emmanuel Macron hasta Annalena Baerbock, pasando por Sanna Marin y Pedro Sánchez— puede encontrarse en una situación que guarda un parecido opresivo con la de Cándido, el protagonista de la novela satírica del siglo XVIII del francés Voltaire. Al igual que Cándido, que creció cómodamente protegido en un palacio principesco, estos jóvenes europeos ejemplares absorbieron con la leche materna el relato del mejor de los continentes posibles de la era de posguerra. El año de la libertad, 1989, en el que la invención de internet también abrió nuevos horizontes aparentemente ilimitados, coincidió con la época formativa de su juventud, consolidando la conciencia de la posibilidad de un final pacífico de la historia mundial.

Ahora que en sus viajes a lo largo y ancho del planeta han visto bastante las miserias del mundo, y que el terremoto geopolítico de la invasión de Ucrania los ha despertado por fin de su letargo dogmático, surge la tentación de apostar con preferencia en su quehacer por una lógica defensiva de coto duradero y autocuidado aislacionista. Igual que el personaje de Cándido que, profundamente decepcionado al final de su vuelta al mundo, se esconde tras los gruesos muros de una finca. Allí, su viejo maestro de filosofía Pangloss sigue cantándole en la mesa el himno de la globalización (”Todos los sucesos están concatenados necesariamente en el mejor de los mundos posibles... porque si no, no estaríais aquí ahora comiendo limón confitado y pistachos”), a lo que Cándido responde: “Bien dice usted, pero tenemos que cultivar nuestro jardín”.

Primero cultiva tu propio jardín y protégelo. La ayuda a uno mismo antes que la ayuda a los demás; el cultivo de lo propio antes que el amor abstracto a lo extraño; la salvaguarda productiva del terruño antes que la agotadora solidaridad sin fronteras; la responsabilidad local por delante de las fantasías de un pilotaje mundial: todas ellas son en realidad intuiciones sumamente comprensibles, incluso básicas, en el pensamiento liberal. Un arrojado agricultor ecológico aparece así a los ojos de la mente como el faro contemporáneo de la Ilustración europea, si no fuera porque la imagen del “jardín” floreciente, con su celebración de la naturaleza, hace por sí sola que toda idea de una focalización duradera en unas esferas de influencia propias y cerradas parezca ilusoria.

Esto es así porque nuestros suelos, cada vez más secos y agotados, necesitan un refuerzo químico. Y este viene sobre todo de los fertilizantes nitrogenados procedentes de Ucrania, seguramente producidos con un gran gasto de energía proporcionada por el gas ruso. Y también porque justo este hombre en contacto con la naturaleza y arraigado al campo, es el primero en ir a las barricadas cuando sube el precio de la energía, para, en su furor revolucionario, poner al mismo tiempo en cuestión los valores rectores intrínsecos y universales de la libertad, la igualdad y la fraternidad mientras empuña una forca.

Con la debida comprensión por la rabia acumulada y los miedos recientes, no hay lugar en el que este mundo, que pronto alcanzará los 10.000 millones de habitantes, se pueda cultivar, ni podar, ni siquiera encerrar detrás de un muro, sin que deje de ser digno de ser vivido, a la medida de un jardín. Desde una perspectiva ilustrada, en nuestro siglo XXI son precisamente los retos ecológicos los que privan de fundamento cualquier pretensión de autarquía, ya sea continental o de civilización, en un mañana a la vista. Del mismo modo, cualquier fantasía de que la prosperidad y los valores del propio país puedan protegerse en el futuro solo con armas y muros se revela como el fantasma reseco de siglos pasados. El mundo será un único jardín, o no será. En las condiciones de este planeta no existe un liberalismo nacional, ni siquiera continental, viable.

Por lo tanto, a los pensadores ilustrados del futuro les corresponderá, una vez más, cultivar una actitud de esperanza que se sitúe plásticamente entre Pangloss y Cándido. Se necesita una actitud que no sustituya la fe en un Dios todopoderoso y benévolo por la agitación de un mercado sanador del mundo abandonado a sí mismo, y que tampoco sea el mero producto de la desilusión profunda de los sueños de un jardinero político aficionado al estilo de Cándido.

Se trata más bien de volverse siempre, como hacen las plantas más ágiles e inteligentes, hacia las fuerzas de la luz, de desplegar los sentidos en todas direcciones. En general, hay que verse a uno mismo como parte de una red global de vida caracterizada por una especial resistencia precisamente gracias a su diversidad interna. Aunque la libertad moderna siga siendo una tierna plantita, hasta ahora ha sido capaz, con los cuidados necesarios, de socavar todos los muros y resistir todos los ataques, incluso en las horas más oscuras.

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