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tribuna
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El lazo comunitario

Pintan bastos cuando se presenta el engrudo tribal como alternativa al aislamiento individualista. Existe una ligadura que nos ciñe a un proyecto más elevado que el interés propio

Un grupo de paseantes, en la calle de Uría, en Oviedo.
Un grupo de paseantes, en la calle de Uría, en Oviedo.EUROPA PRESS
Jorge Freire

Reza el tópico que los lazos comunitarios se han roto. Lo repiten quienes promueven el giro tribal y el repliegue identitario, so pretexto de alcanzar una sociedad más cohesionada. Unos culpan al progresismo y otros, al neoliberalismo, proyectando en el fin de la comunidad sus obsesiones, como si de un test de Rorschach se tratase.

Aun aduciendo causas diferentes entre sí —ora la pujanza centrífuga de la globalización, ora el declive del patriotismo centrípeto—, convienen en que una suerte de fase líquida diluye la comunidad. Asumen, en ocasiones, el mito nativista de la sociedad homogénea amenazada por el enemigo disolvente, y al hacerlo surten de munición a la agenda reaccionaria, que siempre parte de un malestar genuino.

La generación posmilenial se ha criado a los pechos de una crisis perpetua. El pesimismo apuntalado por la Gran Recesión se ve hoy atizado por la pérdida de calidad de vida y el aumento de la desigualdad, la desconfianza hacia las élites y el miedo al desclasamiento. La pandemia, vista en su conjunto, viene a ser el mojón postrero de un camino jalonado de sinsabores.

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Entretanto, la globalización parece descomponer las ciudades, abocando a sus habitantes al retraimiento. En la era de la hipercomunicación, la urbe deja de ser un lugar de socialización y se convierte en un cafarnaúm de soledades. La comunidad, que tiene su raíz en lo común (communis), se vacía en un aluvión de aislamientos conectados.

Como el paseante baudelairiano, que deambula entre las turbas sin mezclarse con ellas, nos rodeamos de cientos de amigos virtuales pero seguimos solos. Lo que nos conecta nos aísla. Afirmaba el filósofo Santayana, movido por la experiencia del exilio, que el diálogo no era sino una maraña de equívocos y confusiones. Más sensato que dialogar sería, a su juicio, “soliloquiar en armonía”. Hoy estamos sintonizados en tiempo real; soliloquiamos simultáneamente, sin llegar a escucharnos.

Hace unos días, el vicepresidente político de Vox, Jorge Buxadé, afirmó que “existe una voluntad real en Bruselas de poner en marcha un reemplazo poblacional en Europa”. Enarbolaba la teoría racista del reemplazo, según la cual la inmigración es el caballo de Troya que emplean las élites para acabar con la identidad nacional. El desarraigo, ya se sabe, es combustible para el reaccionario.

De este malestar saben algo quienes, de un tiempo a esta parte, blanden en nuestro país el fetiche comunitario. Como dice Ignacio Peyró, el español se desarraiga muy mal. Asunto peligroso, pues, al carecer de mediaciones ante la cosmópolis, el ciudadano corre el riesgo de sucumbir a las promesas paratribales. Es tentador el abrigo de la madriguera cuando hace frío a la intemperie.

Yerran quienes lo fían todo a la advocación de la ciudad abierta. En tiempo de desarraigo, el liberal pincha en hueso cuando apela a las virtudes abstractas del cosmopolitismo. El lazo comunitario no es vínculo de sangre ni es cosmopolitismo vacuo: es una ligadura que nos ciñe a un proyecto más elevado que el interés propio, rescatándolo de la anomia a la que, en ocasiones, aboca la democracia procedimental, sin por ello encadenarnos.

Si algo nos ha enseñado la pandemia es que somos sujetos relacionales. La palabra comunidad deriva de munus, deuda: vivir en sociedad consiste en responder a un conjunto de obligaciones tácitas. Immunitas, su antónimo, representaba en tiempos idos la negación de esa deuda: volcarse en lo particular, como Cándido en su huerto. Hoy ya no son palabras opuestas. Como hemos aprendido, no hay inmunidad sin el concurso de la comunidad.

En el vídeo que anunciaba su candidatura a las presidenciales francesas, el ultraderechista Éric Zemmour hablaba del país “que tus hijos añoran sin haberlo conocido”. La querencia nostálgica y el sentimiento de cueva sirven de pegamento cuando el bienestar periclita. Por eso no basta con fomentar espacios de encuentro para mantener con vida una comunidad. Lo que degrada los barrios no es el desarraigo, sino la falta de mantenimiento y el deterioro que éste propicia. Tampoco se sale de la introspección anómica sin combatir el desempleo. Quien quiera impugnar lo simbólico también deberá atender a lo tangible.

Por supuesto, Francia no es España. Sostenía Marx en El dieciocho brumario que el país galo se asemejaba a un saco de patatas: las aldeas se apelotonaban hasta hacer departamentos, y luego estos formaban la argamasa de la nación. Nuestro país se asemeja, más bien, a una malla de naranjas. La atomización solo se hace patente cuando alguno de sus componentes se escapa por los huecos de la redecilla. Y quienes piden volver a la comunidad de antaño, pretextando el aislamiento de hogaño, se limitan a cambiar la redecilla que nos aherroja.

Pintan bastos cuando la única alternativa al aislamiento individualista es el engrudo tribal. Restituir los vínculos comunitarios no exige volver a la tribu. Pero el malestar de fondo no cesará con buenas palabras. El desarraigo es una dolencia orgánica: sus síntomas son morales pero sus causas, de índole material, solo se alivian con hechos.

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