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Columna
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Los enemigos de la democracia

En un contexto como el actual, hay oportunidad de revigorizar nuestro sistema, pero a veces falta imaginación. Plañir sobre la polarización no nos salvará: hay que atacar las ideas fuerza de los antidemócratas

Jair Bolsonaro
Varias personas pasan frente a un cartel que tilda a Bolsonaro de mentiroso en Los Ángeles (EE UU), durante la Cumbre de las Américas.MARIO TAMA (AFP)
Pablo Simón

Desde la época de la Gran Recesión, dos tesis se hicieron fuertes en la crítica a nuestro sistema político. De un lado, la de los tecnócratas, que piensan que hay una solución óptima a cada problema social y basta con tener a los expertos gobernando. Del otro, la de los populistas, que argumentan que solo ellos representan al hombre corriente y que, con voluntad política, apelando a la gente, todo es posible.

Aun así, la paradoja es que ambas tesis son objeciones, pero también complementos a lo democrático. La buena técnica es fundamental para que haya un ajuste entre medios y fines, pero estos últimos hay que definirlos políticamente. Tampoco puede haber objetivos sociales sin la participación de la ciudadanía, pero nunca al precio de erradicar el pluralismo. Por eso, estos dos polos participan de un modo u otro en nuestros sistemas, aun en tensión, pero reconciliados con nuestros regímenes representativos y liberales.

Sin embargo, la democracia tiene dos enemigos que no tendrán compasión. El primero es el enemigo exterior. Cada vez más países, instigados por China, han decidido negar de plano los derechos humanos como principios rectores del orden social. Hoy defienden que su modelo es mejor y apelan a una idea clave: somos más eficientes. En un mundo global y peligroso, aducen que prescindir de los farragosos derechos individuales o que carecer del horizonte electoral de una legislatura les permite tomar decisiones a largo plazo. Les permite competir mejor y crecer más.

Los segundos enemigos nacen de dentro, aunque, no pocas veces, vienen instigados desde otras latitudes. Ellos defienden que las sociedades democráticas son decadentes y están corrompidas por el globalismo, el cosmopolitismo, que nos ha hecho perder las esencias del pasado. Su idea clave es que ya no tienen voz los que de verdad representan a la pureza de la nación. Y, como en el caso anterior, da lo mismo que sea falso; lo importante es que en un mundo complejo como el actual resulta verosímil.

Es fundamental que, frente a estos dos rivales, las democracias pongan en marcha contramedidas. En un contexto de cambio y crisis como el actual, hay oportunidad de revigorizar nuestro sistema, pero a veces lo que falta es imaginación. Plañir sobre la polarización no nos salvará: hay que atacar las ideas fuerza de los antidemócratas.

Para el flanco de la eficacia, necesitamos mejor Estado, más orden en la globalización, más prospectiva y más evaluación de políticas públicas. Jamás debemos descuidar los rendimientos del sistema para la legitimidad de un régimen: sociedades sin cohesión siempre son más vulnerables. Para el flanco de la voz de los que se sienten abandonados hay que atreverse con más mecanismos deliberativos, más sociedad civil, más coparticipación en las decisiones. Si el roce hace el cariño, hagamos demócratas practicando. En suma, recurramos a los contrapuntos del sistema para hacerlo más fuerte, que la tecnocracia y el populismo acudan al rescate.

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Sobre la firma

Pablo Simón
(Arnedo, 1985) es profesor de ciencias políticas de la Universidad Carlos III de Madrid. Doctor por la Universitat Pompeu Fabra, ha sido investigador postdoctoral en la Universidad Libre de Bruselas. Está especializado en sistemas de partidos, sistemas electorales, descentralización y participación política de los jóvenes.

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