Cabritilla
Hoy me desazonan las noticias sobre algoritmos capaces de diagnosticar enfermedades mentales a través del uso de las redes


Aunque la realidad no se reduzca al lenguaje y haya cosas que no se nombran y desde luego existen ―la vida interior de una recogedora de fresas―, vivo dentro de una película de ciencia ficción en la que se cuestiona el concepto de humanidad y la aguja del cuentakilómetros de un coche oscila entre las palabras cuidados y vigilancia. Me apabullan algoritmos e inteligencia artificial, las políticas para rediseñar mercados laborales ―despedir gente―, el bucle paranoide por el que resbalamos cuando reclamamos por teléfono sin lograr hablar con una persona y sentimos ansiedad, sequedad y alguna variedad del eritema.
Hoy me desazonan las noticias sobre algoritmos capaces de diagnosticar enfermedades mentales a través del uso de las redes. Cánceres, suicidios y poblaciones de niñas susceptibles de quedarse embarazadas. Recuerdo Minority Report: los delitos se detectan antes de ser cometidos, y las personas que no los llegan a cometer son encarceladas, pero ¿se nos puede encerrar por ser delincuentes en potencia? ¿Se cuida o se maltrata a la ciudadanía a través de estos avances tecnológicos? Con la exposición voluntaria en las redes, nuestra huella emocional se compara con patrones distintivos de trastornos, y ese patronaje, ajeno al matiz, es reduccionista y fomenta modos de determinismo tan peligrosos como los de frenología, astrología o descripción de la personalidad por medio de la elección de un árbol. La enfermedad mental se vacía de su complejidad endógena y se desprecia el poder iluminador de combinar variables exógenas para entender los problemas vinculando salud mental con el género de quien las padece, condiciones laborales o violencia sistémica. Las mujeres padecemos más patologías depresivas y los hombres son más adictivos; la explotación laboral se somatiza y provoca dolores inseparables de cuadros de ansiedad. Esta sinergia interpretativa se simplifica cuando relacionamos mecánicamente el hecho de que alguien se haga un selfi después de subir una montaña con la necesidad de poder. Se puede argüir que el instrumento es solo orientativo, pero orienta hacia el lugar equivocado, convirtiendo lo complejo en perversamente fácil: esa tendencia marca nuestra cultura y nuestra política pop. Es peligrosa. En este diagnóstico algorítmico se desdeña, además, un factor fundamental: el posible comportamiento patológico intrínseco al uso de las redes y sus claves comunicativas ―anonimia, ingenio virulento, no contar hasta 10―… La ciencia funciona con patrones, pero, si me pongo mala, quiero que me diagnostique alguien tan falible como yo. Alguien que pueda considerar que me hice el selfi, no por creerme Margaret Thatcher, sino porque ese día me encontraba guapísima o quería probar ese dispositivo infernal que da la vuelta a las imágenes. O estaba sola.
Acaso la locura consista en seguir participando en redes que nos fiscalizan diciéndonos que somos libres. Confío en los avances científicos y en la información que aportan los telómeros. Sin embargo, acaso la locura sea creer en las predicciones algorítmicas mientras la medicina preventiva se va al garete sustituida por el telediagnóstico. Tan futuristas para unas cosas y tan cavernícolas para otras. Prefiero ser cabritilla que ceñirme a determinados patrones de cordura resiliente y liberal. A partir de hoy, tendré mucho cuidado con mis enloquecidos emoticonos.
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