Occidente y los demás
Estamos demasiado conectados como para imponernos sanciones sin incurrir en un daño masivo a nosotros mismos. No estoy seguro de que estemos preparados para una desglobalización masiva por la guerra de Ucrania
La pandemia y la guerra me han enseñado algo que más o menos sabía, pero la verdad es que no. Una cosa es decir que el mundo está interconectado, a modo de cliché, y otra muy distinta es observar lo que ocurre realmente sobre el terreno cuando esas conexiones se desgarran.
Las sanciones de Occidente a Rusia se basaban en una premisa formalmente correcta pero engañosa, que yo mismo creía al menos hasta cierto punto: que Rusia depende más de nosotros que nosotros de Rusia. Tiene más trigo del que puede comer, y más petróleo del que puede quemar. Rusia es un proveedor de productos primarios y secundarios de los que el mundo se ha vuelto dependiente. El petróleo y el gas son las mayores fuentes de ingresos de las exportaciones rusas. Pero nuestra dependencia es mayor en otros ámbitos: alimentos y también metales raros y tierras raras. Rusia no tiene el monopolio de ninguna de estas categorías. Pero cuando el mayor exportador de esas materias primas desaparece, el resto del mundo se enfrenta a la escasez física y a subidas de precios.
Rusia es el mayor exportador mundial de gas, con algo menos del 20% de las exportaciones mundiales. Rusia es el mayor exportador de petróleo, después de Arabia Saudí, y representa el 11% de las exportaciones mundiales de crudo. Es el mayor exportador de fertilizantes. Es el mayor exportador de trigo. Rusia y Ucrania juntas concentran casi un tercio de las exportaciones mundiales de trigo. Rusia es el mayor exportador mundial de paladio, un metal esencial para la producción de catalizadores y pilas de combustible. Es también el mayor exportador mundial de níquel, utilizado en las baterías y en la producción de coches híbridos. La industria alemana ha advertido de que depende de otros suministros críticos de Rusia, no solo del gas.
¿Nos lo hemos pensado bien? ¿Consideraron en algún momento los ministerios de asuntos exteriores que elaboraron las sanciones lo que haríamos si Rusia bloqueaba el mar Negro y no permitía que el trigo ucranio saliera de los puertos? ¿Desarrollamos una respuesta consensuada al chantaje alimentario ruso? ¿O pensamos que podíamos abordar adecuadamente una crisis mundial de hambre señalando con el dedo a Putin?
El confinamiento nos ha enseñado mucho sobre nuestra vulnerabilidad a las crisis de la cadena de suministro. Nos ha recordado a los europeos que solo hay dos rutas para enviar mercancías en masa a Asia y de vuelta: o por contenedor, o por ferrocarril a través de Rusia. No teníamos ningún plan para una pandemia, ningún plan para una guerra y ningún plan para cuando ambas cosas sucedieran al mismo tiempo. Los contenedores están atascados en Shanghái. Las vías férreas están cerradas a causa de la guerra.
Las sanciones económicas funcionan cuando el objetivo es pequeño: Sudáfrica en la década de los ochenta, Irán, Corea del Norte... Rusia es mucho más grande. El indicador de tamaño relevante no es el PIB. En lo que respecta al PIB, el tamaño de Rusia es el mismo que el de los países del Benelux o de España. La métrica del PIB desconoce los efectos de red.
Esos efectos de red son lo suficientemente grandes como para hacer insostenible el instrumento de las sanciones económicas. Existen fuentes alternativas para todas y cada una de esas materias primas rusas, pero si se recorta la oferta mundial en un 10%, 20% o 40% de forma permanente, dependiendo de la materia prima, no se puede generar físicamente la misma producción que generamos ahora a los mismos precios. La economía reacciona con precios más altos y con la caída de la demanda y la oferta.
He llegado a la conclusión de que todos estamos demasiado conectados unos con otros como para poder imponernos sanciones sin incurrir en un daño masivo a nosotros mismos. Uno puede razonar que vale la pena. Si lo hace, será como el catedrático de Economía que razona que un aumento del desempleo es un precio que vale la pena pagar.
Putin también depende de los suministros occidentales. La subida de los precios del gas y del petróleo, y la caída de las importaciones a Rusia del resto del mundo, han supuesto una inyección de dólares inesperada para su economía, pero no puede gastar de manera fácil el dinero. La economía rusa sufrirá una fuerte recesión. De eso no hay duda. Las repercusiones directas de las sanciones serán mayores para Rusia que para nosotros. Pero esa comparación también supone una métrica falsa. Lo que cuenta es la diferencia entre las repercusiones y nuestros respectivos umbrales de dolor. El de Putin es mucho más alto.
Solo vislumbro un único escenario en el que la imposición de sanciones económicas nos beneficiaría: si nos las apañáramos para deshacernos de Putin y consiguiéramos que fuera sustituido por un líder democrático pro-occidental. Es posible que este sea el objetivo bélico final del Gobierno estadounidense, pero es una posibilidad remota. Incluso una derrota militar de Rusia no desencadenaría necesariamente una nueva revolución rusa. El problema de la red rota persistiría.
A menos que lleguemos a un acuerdo con Putin, como parte del cual se eliminen las sanciones, veo el peligro de que el mundo pase a funcionar como dos bloques comerciales: Occidente y los demás. Las cadenas de suministro se reorganizarían para mantenerse dentro de los bloques. La energía, el trigo, los metales y las tierras raras de Rusia se seguirían consumiendo, pero no aquí. Nosotros nos comeríamos todos los Big Mac.
No estoy seguro de que Occidente esté preparado para afrontar las consecuencias de sus acciones: inflación persistente, reducción de la producción industrial, menor crecimiento, mayor desempleo. En mi opinión, las sanciones económicas parecen el último alarde de este concepto disfuncional conocido como Occidente. La guerra de Ucrania sirve de catalizador para una desglobalización masiva.
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