¡Abran las ventanas a América!
En momentos en los que la incertidumbre contagia la política internacional, los inmensos vínculos que ofrece la comunión iberoamericana apelan a gritos por un liderazgo entre ambos lados del Atlántico
Hace ahora algo más de un siglo, cuando algunos intelectuales mexicanos habían recalado en España huyendo de los fuegos de la Revolución, el gran Alfonso Reyes sentenciaba: “Así como América no descubrirá plenamente el sentido de su vida, en tanto que no rehaga, pieza a pieza, su ‘conciencia española’, así España no tiene mejor empresa en el mundo que reasumir su papel de hermana mayor de las Américas. A manera de ejercicios espirituales, al americano debiera imponerse la meditación metódica de las cosas de España, y al español la de las cosas de América […]. Hay que acostumbrar al español a que tenga siempre una ventana abierta hacia América”.
Pasada la larga noche impuesta por la guerra civil y la dictadura franquista, la Transición española a la democracia fue un referente en muchos lugares del mundo y, muy especialmente, en América Latina, que afrontaba entonces procesos de diferente índole. Aquella experiencia “de la ley a la ley”, de reconciliación nacional y de proyecto de vida en común –por seguir la definición orteguiana de nación- fue inspiración, de manera más o menos explícita, entre otros, de quienes encabezaron la lucha de la oposición democrática en Chile contra Pinochet; del periodo constitucional uruguayo que se abrió tras trece años de dictadura con la presidencia de Julio María Sanguinetti; de la incipiente democracia en la Argentina liderada por Raúl Alfonsín tras la dictadura militar (1976-1983); de la etapa constitucional colombiana que desembocó en el texto de 1991 bajo la presidencia de César Gaviria; o del proceso puesto en marcha en 1983 por el Grupo Contadora –México, Colombia, Venezuela y Panamá, más tarde con el apoyo del Grupo de Lima-, que buscó poner fin a los conflictos centroamericanos que sembraban de sangre y violencia toda la región.
En un contexto donde rivalizaban tres visiones diferenciadas –interamericana, iberoamericana y latinoamericana-, cuando se inició la década de los noventa y con el impulso de personalidades como las de Carlos Salinas de Gortari, Fernando Henrique Cardoso, Ricardo Lagos, Leonel Fernández, Mario Soares o el rey Juan Carlos y Felipe González, entre otros, se pusieron en marcha las Cumbres Iberoamericanas en “la perla tapatía “, Guadalajara (1991). Aunque ahora atraviesan un periodo languideciente, estos encuentros impulsaron la cooperación y el diálogo Atlántico con resultados más que notables en muchos ámbitos durante prácticamente dos décadas.
Me asaltaba este recuerdo al recorrer el libro de Óscar Alzaga La conquista de la Transición (1960-1978). Memorias documentadas (Marcial Pons, 2021). Este referente del constitucionalismo, además de aportar importante y desconocida documentación del proceso español –como la destrucción por orden del ministro del Interior, Martín Villa, de documentación esencial de la dictadura custodiada en archivos dependientes de las Direcciones Generales de la Guardia Civil y de Seguridad-, en la edición digital de su obra, recoge reveladoras páginas de la labor de lobby que ejercieron los demócratas cristianos –en este caso- en países latinoamericanos que sufrían dictaduras y donde la oposición ambicionaba transicionar hacia la democracia –aquí, muy especialmente referido al caso chileno y a la oposición liderada por Eduardo Frei-.
Lamentablemente, aquella ventana abierta a América que invocaba Reyes y que dejó correr el aire en el momento finisecular, hoy se encuentra con la contraventana echada. Más allá de los importantes vínculos económicos que nos unen –con diferente intensidad e importancia, según los casos-, la falta de determinación española y portuguesa para ejercer de bisagra iberoamericana con la Unión Europea y la irrupción de la polarización política y de populismos de diferente signo –que, más que combatir, conviene comprender en su complejidad como síntomas de lo que nos ocurre-, dan un portazo a las corrientes en pos de la equidad que la globalización parecía haber traído. El ensimismamiento empobrecedor consustancial al giro nacionalista y proteccionista que invade el mundo en estos últimos años, deviene en especialmente grave en aquellos lugares donde la desigualdad y la inseguridad es la nota dominante en la vida cotidiana de sus ciudadanos.
Quizá sea nostalgia por el tiempo perdido –por decirlo con Proust- pero, en momentos en los que la incertidumbre contagia la política internacional, los inmensos vínculos que ofrece la comunión iberoamericana apelan a gritos por un liderazgo que, primero suture, e, inmediatamente, vertebre, esa alianza de naciones hermanas cuya fortaleza, si se diera, nos ayudaría a diluir y superar las dolencias que hoy nos afectan y que expanden su fiebre por la geografía iberoamericana. La dinámica –a la que, sin duda, se pueden poner todos los “peros” que se quieran-, que había comenzado a cerrar en los años noventa la brecha de desigualdad y pobreza que caracterizan demasiadas realidades de nuestros países, comenzó a colapsar con la crisis bancaria y financiera de 2008, primero, y sociosanitaria desencadenada por la pandemia, después. Hoy no hay duda de que, en no pocos casos, la estabilidad institucional imprescindible para poder poner en marcha políticas que conquisten una mayor justicia social, está muy comprometida en no pocos lugares de la geografía iberoamericana. Las complicadísimas tensiones que nos inundan y los factores de desestabilización que las acompañan, amenazan con tornarse en décadas perdidas en nuestras sociedades.
¿Dónde encontrar un tratamiento eficaz para superar estos episodios febriles? Tal y como alertaba hace ya tiempo el poeta colombiano William Ospina: la cultura compartida en la que todos nos podemos sentir reconocidos representa una nueva oportunidad para Iberoamérica. En una coyuntura en la que Estados Unidos mira más hacia Asia, en general, y China, en particular, se precisa un liderazgo que enhebre ese relanzamiento que nos ayude a salir fortalecidos y que haga de Iberoamérica un actor decisivo en el escenario multipolar de nuestro tiempo. La hermandad de nuestras lenguas y acervos y el momento de esplendor cultural que atraviesan nuestras naciones, generan una admiración mutua que puede servir de catalizador para esa aspiración de liderazgo. El espacio iberoamericano tiene el peso demográfico, la relevancia geoestratégica –con participación de buena parte de sus integrantes en el G20 y en la OCDE-, la riqueza mineral, de materias primas y de biodiversidad, y la dimensión necesaria, para protagonizar este siglo XXI y que este no sea una nueva promesa incumplida, como tantas veces ha sucedido la contemporaneidad. Solo falta quien abra esas ventanas a ambos lados del Atlántico y deje que corra el aire.
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