La ética del algoritmo
La emocionalidad está sustituyendo a la reflexión sosegada, el deseo al derecho y el tribalismo al cosmopolitismo. La libre elección parece reducirse a una mera opción de consumo
El algoritmo parece hoy convertido en la cifra del mundo. Como el logos que otrora indagaban los antiguos filósofos, o la música numérica que Pitágoras buscara en las esferas celestes. El algoritmo viene a cumplir el deseo cartesiano de una mathesis universalis o el leibniciano de una characteristica universalis; en ambos casos, se trataba del anhelo de reducir la naturaleza física y aun humana a su formulación aritmética, a una escritura universal. Leibniz, inventor del sistema binario, soñaba con un sistema de signos, un lenguaje común con el que pudieran expresarse los contenidos de los hallazgos matemáticos, físicos, técnicos, sociales, administrativos, utilizable en los más elevados ámbitos del saber, pero también en el funcionamiento común de las sociedades, capaz de traducir no solo lenguas y figuras, sino también pensamientos y opiniones, el cual, por simples operaciones, podría resolver las disensiones más profundas.
El algoritmo es el nuevo Gran Relato de la posmodernidad. Sin embargo, contrariamente al logos filosófico, tras él no se halla el rostro de Dios, el conocimiento absoluto, la consecución del bien y de la felicidad. El algoritmo es un mero desarrollo instrumental, con posibilidades benéficas, pero también en manos de intereses comerciales o de manipulación informativa: para estos, los hechos no son una variable a tener en cuenta, sino el logro de determinados objetivos a través de una programación adecuada. La selección de datos ya implica un posicionamiento que, cuanto menos, condiciona el fin al que se quiere llegar. El dataísmo a través del Big Data nos da un mapa de lo que hay, predice resultados, conforma la realidad y la transforma.
Si Leibniz nos hablaba de mónadas interconectadas, también aquí vemos una fácil traslación a nuestro presente. Estamos asistiendo a un comunitarismo virtual. Cada individuo, aislado frente a su ordenador o pantalla, desea identificarse con un grupo donde sentirse afirmado y construir su identidad. Es la Red, la comunidad virtual, la que ofrece esa pertenencia y ese refuerzo, y es la propia dinámica de la sociedad digital la que genera esa endogamia, exaltada y beligerante, ajena a las condiciones de conocimiento objetivo: deliberación, prudencia, conducta mesurada y libre elección, elementos necesarios para una acción ética.
En 2001 tuvo cierta resonancia internacional el libro de Pekka Himanen La ética del hacker y el espíritu de la era de la información. Todo en él parecía nimbado de optimismo y energía saludable. Los hackers o programadores se presentaban como adalides de la creatividad apasionada, el juego, la solidaridad, la circulación libre de información, la transparencia… Las claves de la ética de la red o nética se postulaban entonces como una puerta hacia la libertad de expresión y el acceso de todos a la Red.
Hoy, más de veinte años después, la ética del hacker parece poco menos que un sueño infantil. Los friquis de entonces se han convertido en empresarios potentes o asalariados de grandes holdings que controlan múltiples aspectos de la población, la libre circulación de contenidos más que a la libertad ha contribuido al control nunca entrevisto (“el capitalismo de la vigilancia” en palabras de Shoshana Zuboff). Nuestras vidas se han monetarizado en forma de datos, y nos hemos convertido en laboriosos empresarios de nosotros mismos, dimensión del esfuerzo que ni Weber se atrevió a intuir; el espíritu del capitalismo somos nosotros mismos, o como quiera que llamemos a nuestra fuerza vital interior. La solidaridad se ha tornado un campo minado donde los haters campan a sus anchas, la transparencia se ha transformado en la interesada nebulosa de la posverdad.
Así que, si en sus comienzos la sociedad en red parecía dejar espacio a los individuos como actores, ahora estos se convierten en instrumentos voluntarios al servicio de estrategias comerciales que los utilizan como proveedores de datos. Este emborronamiento de la agencia activa de los sujetos tiene consecuencias a la hora de formular la vertiente ética de nuestra sociedad digital.
Gracias a los perfiles de usuario es posible penetrar en el pensamiento, en los sentimientos de los individuos, aun antes de que estos sean conscientes de ello, o incluso promoverlos y preverlos. Nace así lo que Byung-Chul Han denomina “capitalismo de la emoción”. La lógica del consumo es la lógica de los deseos, incentivarlos, saciarlos, generar otros nuevos… y hacerlo con la rapidez del impacto visual que anula la reflexión. No hablamos de raciocinio, es más, la reflexión comporta una dilación molesta.
Pero la ética requiere de deliberación, autonomía y libre elección, y nada de ello parece hoy prevalente, la emocionalidad sustituye a la reflexión sosegada, el deseo al derecho, el tribalismo al cosmopolitismo, el narcisismo al individualismo socialmente implicado, y la libre elección parece reducirse a una mera opción de consumo.
No obstante, si penoso es ver cómo el universo digital restringe nuestra capacidad ética, más aterrador resulta comprobar que los dueños de los algoritmos no tienen la menor intención de someterse a ella.
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