La inteligencia artificial no existe
Nos dejamos llevar sin demasiada reflexión por las nuevas tecnologías, cuyo lenguaje está dominado por la ética utilitarista del inglés, en vez de la diversidad del español
Como soy filólogo y poeta, resulta inevitable que mi manera de pensar las cosas se haya enredado en algunas páginas que forman parte de mí y que me han enseñado, entre otras cosas, que las metáforas son un arma de doble filo. Al invitarnos a mirar el mundo desde una perspectiva determinada, nos pueden hacer más libres y justos o más siervos.
Para comprender que no es lo mismo tener un empleo que tener una vocación, pocas lecturas son tan aconsejables como una conferencia de Juan Ramón Jiménez, escrita en 1936, titulada Política poética. Quien tiene un empleo hace su labor para ganar dinero; quien tiene una vocación consigue que el amor a su trabajo sea un ámbito de compromiso humano. No solo se trata del dinero, sino de la ética que uno elige para relacionarse con los demás. El trabajo gustoso de Juan Ramón Jiménez, que cuidaba las palabras con amor de poeta, le hizo fijarse en el amor de un jardinero de Sevilla al relacionarse con sus flores, un regante granadino con el agua, un carbonerillo de Palos con su burra y un mecánico malagueño con los motores. “Los coches quieren también su mimo”, afirmaba el mecánico, esforzándose en evitarle las averías y los accidentes a los viajeros. El amor, precisa Juan Ramón, es la ganancia poética de la vida, una ganancia de profundidad ética en la convivencia.
Ese mimo a las máquinas es una forma de reconocer que su funcionamiento es una responsabilidad de los seres humanos. Conviene recordarlo ahora que la transformación digital y la inteligencia artificial se han convertido en el estribillo y en el nuevo Oeste de los buscadores de oro. Por eso conviene recordar que la cultura digital no es un horizonte cerrado y ya escrito, sino un espacio de futuro del que pueden surgir ventajas innegables para la convivencia o formas crueles de control autoritario y mercantilización del mundo. Conviene recordar también que la inteligencia artificial no existe más que como metáfora, porque las máquinas no piensan, ya que no tienen sentimientos. Para pensar bien resulta necesario saber lo que significa un escalofrío. Lo que se llama inteligencia artificial es el resultado de la programación humana.
Enrique Díaz Álvarez, profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y antiguo responsable de la Cátedra Nelson Mandela, acaba de ganar el premio Anagrama de ensayo con su libro La palabra aparece (2021). Entre otras preocupaciones sobre las manipulaciones del pasado, es inevitable que se preocupe también por el futuro: “En tiempo que el cuerpo deviene dato y un algoritmo prevé nuestros gustos y movimientos, se hace cada vez más difícil poder encontrarse y concertar con lo ajeno, lo reluctante, lo desemejante y lo opuesto. Sobrellevar el desacuerdo. El neofascismo y el tribalismo posmoderno tienen mucho que ver con esta estrechez de miras”.
Los profesores de literatura solemos explicar el cambio profundo que significó en el pensamiento el paso de un mundo rural a un mundo urbano. Baudelaire señaló que al poeta se le cayó al suelo su aura cuando tuvo que dar un salto rápido para que no lo atropellara el coche de caballos que recorría de manera veloz un bulevar de París. En ese cambio se produjeron cosas positivas, como la libertad que Galdós reconoció en las ciudades frente a los dogmas inalterables que se habían apoderado de los pueblos; pero también hubo realidades muy negativas, como las grandes bolsas de pobreza urbana y la industrialización injusta y explotadora que Dickens narró en sus novelas.
Vayamos con cuidado, nos pide Martín Caparrós en sus crónicas sobre la sociedad hispana, reunidas con el título Ñamérica (2021). La transformación digital supone un cambio parecido al paso de la cultura rural a la cultura urbana. Así que no se trata de un asunto “económico ni técnico: es político”. Resulta falso decir que el mar Mediterráneo genera muerte, ocultando que es la gestión humana del mar y las migraciones la que provoca miles de víctimas. La misma injusticia podrá ocultarse bajo la fórmula “inteligencia artificial” en sus manipulaciones comerciales, políticas y sentimentales. No es problema de las máquinas, sino de su programación por algunos seres humanos.
Amazon lanzó en 2014 un asistente virtual controlado por voz con el nombre de Alexa (en homenaje a la Biblioteca de Alejandría). La costumbre de dar órdenes a una máquina con tu voz está provocando sorpresas familiares cuando un niño de cinco años se dirige a una madre o una sirvienta con expresión autoritaria para decirle que apague la luz o que le traiga agua. A los ingenieros que investigan los coches sin conductor, una realidad inmediata, se les pone la piel de gallina cuando tienen que programar una reacción ante un incidente. ¿Qué es más ético, atropellar a una madre que cruza en rojo la calle con una niña de unos meses o esquivar el atropello subiéndose a la acera y llevándose por delante al anciano de 90 años que está a la espera de la luz verde? Como las máquinas no piensan, la responsabilidad es humana.
Ahora que solemos leer las dos o tres noticias que nos gustan (en los periódicos que nos dan la razón), confundiendo el mundo con nuestras obsesiones, podemos comprender lo fácil que resulta manipular una campaña electoral, una cultura o un idioma. Estamos más fichados que nunca. Todas las precauciones son pocas. Gobiernos como los de Italia, la Unión Europea o Estados Unidos se han visto obligados a proteger los datos y empezar a estudiar restricciones para empresas como Apple, Amazon, Facebook o Google por el uso que hacen de la información. Esto no es noticia solo preocupante para un filólogo cuando se habla del lenguaje de las máquinas, sino para cualquier lector de periódicos.
Cuidar un idioma es más que cuidar un vocabulario. No basta con preocuparse de que una frase sea correcta gramaticalmente, ni que ordene bien el sujeto, el verbo y el predicado. Como señaló la profesora Elena González-Blanco, directora de investigación en el Center for the Governance of Change de IE University, es un buen reto crear “una inteligencia artificial tan poderosa como el número de hablantes de español”. El lenguaje de las máquinas está dominado hoy de forma tajante por el inglés. Pero no solo por un idioma, sino también por una ética definida en el paradigma “hombre blanco protestante”. Los conductores suelen obedecer con más facilidad a su GPS cuando la voz que da las indicaciones es de hombre.
¿Nos pensamos estas cosas? ¿Hacemos de nuestro mimo a las máquinas un reto ético en favor de la libertad, la igualdad y la convivencia? ¿Es responsable ponerse sin precaución en manos de las multinacionales que controlan los mercados? Como ocurre en otros ámbitos, las respuestas a estas preguntas pueden encontrar buenos puntos de referencia en el español, un idioma no acostumbrado a funcionar como espacio de negocio de los distintos lobbies y que ha conseguido respetar la diversidad como mejor modo de comprender su unidad. La diversidad de vocabularios y acentos es una dificultad para las máquinas que merece la pena ser cultivada por la ética. En español, el hombre no es un lobista para el hombre.
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