El desgarro húngaro
Viktor Orbán ha encontrado en el nacionalismo el pegamento con el que sostener su poder, pese a los desgarros que genera


Las obras que más me impresionan de la estupenda literatura húngara son las que tienen que ver con el desgarro. El de la descomposición de un imperio, y con él de todo un mundo, que narra la Trilogía transilvana, de Miklós Bánffy. El de un hijo que descubre que su admirado padre, último representante de una saga aristocrática liquidada por el comunismo, ha ejercido durante décadas de informante del régimen, como relata Peter Esterhazy, en Armonía celestial, y en su autorrespuesta, Versión corregida. El del abismo vital, cuando todo lo que parecía dar sentido a la existencia se desmorona, en la impactante Liquidación, del Nobel Imre Kertész.
La historia de Hungría, como la de tantos otros lugares, está llena de desgarros. El más reciente, el de una transición a la democracia caótica. Por eso, cuando un líder político ofrece vías para empezar a superarlos, triunfa. Es lo que ha hecho Viktor Orbán desde 2010: ha devuelto a una parte significativa del pueblo húngaro su razón de ser, aupado en dos pilares aparentemente contradictorios: un nacionalismo a ultranza y el empuje económico que supuso su incorporación a la Unión Europea. Un nacionalismo cargado de pragmatismo —programas de ayuda directa a grandes grupos de población— y populismo: campo versus ciudad; tradiciones versus progresismo; identidad frente al cosmopolitismo que pretende imponer Bruselas. El abc de una agenda que, vista desde las capitales, cuesta entender y asimilar; y es esa ceguera, precisamente, la que da alas a los populistas.
Con todos los respetos por las decisiones soberanas de la ciudadanía húngara, el nuevo e incontestable triunfo de Orbán es una mala noticia para Europa. El primer ministro ha sabido neutralizar elementos tan desfavorables en plena guerra en Ucrania como su cercanía a Vladímir Putin. No le ha hecho ninguna mella. Ni siquiera cuando el mismo día de las elecciones el mundo contemplaba horrorizado las imágenes del terror, el paisaje de cadáveres que las tropas rusas han sembrado en la ciudad ucrania de Bucha. En su lugar, ha convencido a sus votantes de que la oposición los arrastraría hacia el conflicto.
Tampoco le ha afectado el que su país haya tenido la segunda mayor tasa de muertes por coronavirus de la UE, ni una inflación creciente, ni una corrupción desbocada, ni una economía a la baja. Es obvio que su férreo control de los medios y la falta de definición de una candidatura de oposición unida, pero desfigurada, también han jugado a su favor. Como lo ha hecho su manejo de un nacionalismo extendido entre las minorías húngaras en otros países.
Pero es una mala noticia porque seguirá teniendo manga ancha en el Parlamento para aumentar su desafío iliberal y sus ataques al Estado de derecho: ahí está el intento de respaldar la ley que equipara pedofilia y homosexualidad en el referéndum del domingo. En el frente exterior, su postura reticente a arrinconar a Rusia —aunque de momento ha apoyado las sanciones—, ha quebrado ya su alianza con socios como Polonia o la República Checa, con lo que profundizará su aislamiento. Y mientras, Bruselas parece decidida a seguir bloqueando el acceso a los fondos del plan Next Generation mientras no se corrijan las derivas antidemocráticas.
Orbán ha encontrado en el nacionalismo el pegamento con el que sostener su poder, pese a los desgarros que genera; pese a que mueve lo peor de los pueblos. Lo malo del genio nacionalista es que una vez que lo sacas de su lámpara es muy difícil devolverlo a ella.
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