Para salvarse
En estos tiempos de desolación hay que agarrarse a los sonidos que adopta el pensamiento feliz
Cuando se sentía desolado pensaba en aquella vieja casa abandonada que un día exploró siendo niño. No tenía puertas ni ventanas. La hiedra había comenzado a apoderarse de todas las estancias. En el espacio que fue la cocina había quedado un grifo oxidado goteando. En toda la casa solo se oía el sonido metálico de aquella gota que cada cinco segundos caía sobre el granito del fregadero. El niño quedó absorto ante aquel sonido que atravesaba el silencio con una cadencia medida y llegó a incorporarlo a su pensamiento. Con el tiempo la imagen de aquella gota le servía de ansiolítico. Era una gota perenne y luminosa que en medio de la ruina contenía todo el universo. Una mañana de abril un joven excursionista amante de la naturaleza se detuvo en la ladera de un monte a admirar el paisaje. Soplaba una tenue brisa de primavera que le traía desde el fondo del valle el aroma de los limoneros. Envuelto en un silencio hermético percibió que la brisa le vibraba en el lóbulo de la oreja como una nota musical extraída de un arpa y con ella la naturaleza entera parecía penetrar por su oído hasta el fondo del cerebro. Llegó a creer que el sonido de aquella brisa era una forma de pensar. Con el tiempo, cuando se sentía desolado recordaba aquella nota musical que transportaba la brisa y la usaba como antidepresivo. La lluvia persistente que oyes caer sobre el cobertizo una noche de invierno desde la cama; la lengua de agua que alcanza tus pies desnudos en la arena de la playa: el crujido acompasado de las cuadernas del velero atracado en el muelle junto con el alegre campanilleo de las jarcias; los latidos de los ocho compases del blues que llegan desde el fondo de la tierra y suben por el cuerpo hasta el corazón del saxo, esos sonidos son formas que adopta el pensamiento feliz. En estos tiempos de desolación hay que agarrarse a ellos para salvarse.
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