Villanos
Harto del pulular por los noticiarios de apestosos bribones, nocivos pero rastreros, me ha dado por recordar a los mejores villanos cinematográficos, es decir los peores de todos
Harto del pulular por los noticiarios de apestosos bribones, nocivos pero rastreros, me ha dado por recordar a los mejores villanos cinematográficos, es decir los peores de todos. No basta con que sean adversarios de los protagonistas, pueden tener respetables razones para ello, ni con que den muestras de zafiedad brutal, cosa desagradable pero a la que falta refinamiento para ser malvada. El villano no exhibe una maldad lisa, debe tener meandros y recovecos. Le conviene cierta dosis de seducción letal pero no tanta que al final le haga ganarse nuestra simpatía como el perverso Hannibal Lecter. Es inevitable que el mal nos atraiga a la vez que nos repele (eso significa tentar) aunque si el villano lo es de veras debe prevalecer el rechazo. No hay canalla que supere al Yago shakespeariano, cuya peor fechoría es negarse a revelar al desolado Otelo los motivos de su odio.
Veamos. Empezando por la infancia, como se debe, destaca el maléfico mago Sokurah (interpretación genial de Torin Thatcher) y sus asechanzas contra Simbad y la princesa. Está la señora Danvers, que a pesar de volverse cruel por fidelidad a su ama no consigue nuestra absolución. Peor es desde luego la ponzoñosa Rosa Klebb, que no consigue matar a James Bond porque Dios está al servicio de quien está al servicio de su Majestad. Los asesinos a sueldo vocacionales son fascinantes, como el insuperable Jack Palance de Raíces profundas o el Chigurh de Javier Bardem en No es país para viejos que me parece inspirado en él. Quizá el más perfecto canalla sea el simpático (y por ello más canalla todavía) Harry Lime, un cínico aborrecible a pesar del fiel amor de Alida Valli, la tontorrona amistad de Joseph Cotten y la feliz interpretación de Orson Welles. Pero considero peor al doctor Szell, el retorcido y sádico asesino nazi de Marathon Man que fue la mejor aparición en cine de Laurence Olivier. Nunca voy al dentista sin recordarle...
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