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columna
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Darwin vive

Nuestra sofisticada medicina se tiene que conformar con resolver algunas enfermedades, y los demás pacientes siguen siendo tan débiles como antes de la aparición del ‘Homo sapiens’

Molde de cráneos de 'Homo erectus', 'Homo floresiensis', y 'Homo sapiens'.
Molde de cráneos de 'Homo erectus', 'Homo floresiensis', y 'Homo sapiens'.
Javier Sampedro

Un chascarrillo pertinaz de la biología es que la evolución humana se detuvo al aparecer nuestra especie, el Homo sapiens. El argumento es que, si la evolución se basa en la reproducción diferencial del mejor adaptado a su entorno local, los humanos hemos arruinado el mecanismo al cuidar a los heridos y a los débiles, pues ello permite a los desadaptados sobrevivir y reproducirse. Esta idea no se sujeta ni con andamios de bambú. Para empezar, es que hay que ser pomposo para pretender que un proceso que lleva funcionando 4.000 millones de años se vaya a atascar por obra y gracia de un homínido recién llegado al planeta Tierra y cuya propensión al cuidado de los otros se mide en cabezas nucleares.

Pero es que, además, el altruismo que supuestamente ha detenido la evolución humana solo ha podido ser un factor menor en los 100 o 200 milenios de nuestra historia y prehistoria. A lo más que podía aspirar el chamán de una tribu paleolítica es a entablillar una pierna rota o parar la hemorragia producida por una pedrada en la cabeza, y esos accidentes ni dependen de los genes ni tienen nada que ver con la evolución. Aun hoy, nuestra sofisticada medicina se tiene que conformar con resolver algunas enfermedades, y los demás pacientes siguen siendo tan débiles como antes de la aparición del Homo sapiens.

Las pruebas de que la evolución humana sigue en marcha se han acumulado durante décadas. En primer lugar, las poblaciones han adquirido diferentes adaptaciones al clima local desde que nuestros ancestros salieron de África hace 50 milenios. Entre esas adaptaciones se cuentan los diversos colores de piel que exhibe cada etnia, y que seguramente son la causa última de todas las guerras que han afligido a la especie.

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Los índices de cáncer de piel son muy altos en Australia, donde hay mucha población de origen irlandés y británico. Su piel blanquísima les deja expuestos a la tremenda radiación solar del continente austral. Las poblaciones septentrionales, por su lado, son muy blancas porque tienen que aprovechar cada fotón de luz para sintetizar vitamina D. Los habitantes de las alturas del Tíbet muestran adaptaciones a la escasez de oxígeno, probablemente adquiridas de los denisovanos que les precedieron en la zona. El sexo mueve las cosas a veces.

Los niveles más altos del mundo de diabetes de tipo II (la asociada al sobrepeso) no se dan en Europa ni en Estados Unidos, como podría uno esperar, sino en una isla perdida en la Micronesia del Pacífico central. Nauru es el tercer Estado más pequeño del mundo, solo por detrás de Mónaco y el Vaticano. ¿A qué viene tanta diabetes? La razón es evolutiva, y en una escala de tiempo bien corta. Hasta el siglo XIX, los nativos de la isla dependían por completo de unas cosechas impredecibles, con grandes hambrunas que esquilmaban la población. Luego llegaron las empresas británicas a extraer los abundantes fosfatos del suelo, con la bonanza llegó la obesidad y los mismos genes que habían salvado a los indígenas de morir de hambre los empezaron a matar de enfermedades metabólicas. ¿Que la evolución se ha parado? Oh vamos.

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