Putin desde España
El presidente ruso tiene claros sus objetivos, ocultándolos, y atiende al consejo staliniano de actuar con determinación y paciencia. Así agrieta el frente adversario
Entre los líderes europeos disconformes con la URSS, Santiago Carrillo se libró de recibir fuego amigo. La conciliación de comunismo y democracia pareció intolerable a los sucesores de Stalin, igual que antes cualquier desobediencia. Por ello se esforzaron para eliminar a los disidentes. Tal vez no solo políticamente. En vísperas de la deposición de Jruschov, en 1964, el italiano Togliatti muere de un ictus en Yalta (Crimea) justo cuando culmina su herejía del “policentrismo” (seis semanas antes fallecía de ictus el líder del PCF, Maurice Thorez, en un barco soviético). Años atrás, al rechazar la “invitación” de Stalin para dejar la dirección del PCI, le tocó a Togliatti un accidente automovilístico. “Son cosas que suceden”, comentó Beria. Las heridas de otro accidente ocasionaron la muerte de Alexander Dubcek, protagonista de primavera de Praga. El sucesor de Thorez, Waldeck-Rochet, opuesto a la invasión de Checoslovaquia —”Breznev es un cerdo”, dijo— quedó inutilizado tras una operación en Moscú. Dos décadas antes, el búlgaro Dimitrov salió cadáver de una hospitalización, y desde 1968 Pasionaria evitó los hospitales soviéticos. El caso Berlinguer, confirmado por su hija Bianca, es significativo. En vísperas de proponer el “compromiso histórico” en 1973, viaja a Bulgaria y un camión aplasta su automóvil, hiriéndole. Procedimiento acostumbrado. En 1981 participé allí en un simple congreso histórico y el tráfico era previamente cortado al desplazarnos.
Los asesinatos más sonados de la era Putin, el de la periodista Anna Politovskaia y el frustrado del opositor Navalny, confirman esa lógica de eliminación del discrepante, interno o exterior. El Estado soviético no solo auspició el terror de la checa: fue un Estado de terror e intimidación permanentes. Lo percibió Zdenek Mlynar, colaborador de Dubcek, confinado en Moscú tras la invasión de 1968: los líderes soviéticos eran gánsteres, jefes de una organización de malhechores a la cual había que someterse. Toda violencia era lícita: leamos a Bassets sobre Putin y la tortura. “Putin, escribió Politovskaia, sigue la más pura tradición de la KGB, su origen, con un cinismo inigualable”. Como Bush o Trump, no engaña. Siempre hábil: su maniobra sobre Armenia y Nagorno-Karabaj fue una obra de arte.
Dado el potencial de Rusia, resulta sumamente difícil oponérsele ahora. Putin tiene claros sus objetivos, ocultándolos, y atiende al consejo staliniano de actuar con determinación y paciencia. Así agrieta el frente adversario. Biden acudiendo a China resulta patético y en Europa cada cual juega su juego. Sánchez lo juega con discreción, dentro de la desnortada OTAN. Ensalzado en la televisión rusa, Podemos esgrime su seudopacifismo: escondiéndose bajo la iniciativa de deshielo bilateral de Macron, exige retirada previa sin contrapartida alguna del agradecido Putin. Lejos del pacifismo, condenatorio siempre del agresor, sea este Putin o Bush en Irak 2003.
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