Los venenos de Putin
La Federación Rusa carece de instrumentos para frenar los excesos de su presidente
Será difícil para Vladimir Putin sacudirse la fama de envenenador. Nunca habrá una pistola humeante, es decir, una prueba fehaciente y con valor judicial que acredite la orden presidencial de liquidar al político más destacado de la oposición, Alexei Navalni, con novichok, un agente tóxico letal, que solo se fabrica en Rusia y está a disposición de sus servicios secretos. E incluso, en el caso de que alguien pudiera hacerse con tal prueba, no hay institución judicial o parlamentaria en Rusia que pueda pedirle responsabilidades, de forma que solo tienen algún efecto de denuncia las sanciones internacionales y las prohibiciones de viaje, como las que ya emitió la Unión Europea contra el jefe de los servicios secretos ruso y cinco personas más del entorno presidencial.
La historia de la Federación Rusa en los últimos 20 años, con Putin al mando desde la Presidencia o al frente del Consejo de Ministros, está llena de famosos antecedentes. El primero, el de la periodista Anna Politovskaia, asesinada en 2006 por unos matones a sueldo pero previamente amenazada con un envenenamiento en 2004. Alexander Litvinenko, exagente ruso que había desertado al Reino Unido, cayó y luego falleció en 2006 por efecto de un ataque con polonio, un agente radioactivo. En 2018, el agente doble Serguei Skripal y su hija sobrevivieron a un ataque tóxico en Salysbury (Reino Unido), mediante novichok, el veneno utilizado con Navalni.
La clave del veneno es dar en el blanco sin dejar pruebas, pero en el caso de Navalni la prueba más consistente es la propia víctima, que consiguió sobrevivir e incluso ha podido recoger pruebas de la implicación directa de los servicios del Estado. Junto al afán de cortar las alas a cualquier liderazgo alternativo, Putin ha desplegado también toda una panoplia de iniciativas para reducir el margen de maniobra de la oposición, ya sea endureciendo las leyes electorales, restringiendo el derecho de manifestación o proponiendo una ley que convierte a sus adversarios en “agentes extranjeros”. Es el otro veneno que ha inyectado en una democracia que se desdibuja como tal a pasos agigantados.
Es conocida y rutinaria la respuesta del Gobierno ruso a la acumulación de sospechas e incluso de pruebas, especialmente las de la identificación de los autores por parte del consorcio periodístico Bellingcat. Menos el Kremlin, todo el mundo es sospechoso para Putin. La pasada semana, en su habitual rueda de prensa de final de año, el presidente ruso atendió a la prensa a propósito de tan inquietante asunto con una respuesta todavía más inquietante: “¿Por qué es necesario envenenarlo? Es ridículo. Si hubiera sido necesario se habría llevado hasta el final”. El veneno mata, y es un arma disuasiva que Putin sabe emplear. También contra la democracia.
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