La fuerza de las palabras
Es clave que Macron y Biden hablen con claridad, porque en el mundo que anhela el nativismo ultraderechista solo ellos son paladines de la verdad, valientes lenguaraces que dicen lo que nadie se atreve a decir
Esta semana, los presidentes de las que fueron las repúblicas más poderosas del mundo interpelaban a su ciudadanía. Emmanuel Macron advertía: “Quiero fastidiar a los antivacunas”. Joe Biden preguntaba si sus compatriotas querían una nación que no se guiase “por la luz de la verdad, sino por la sombra de las mentiras”. La oposición los acusó de dividir a la sociedad. La brecha entre verdad y ficción va cobrando fuerza como fuente del conflicto político en las democracias, así que esperemos que hayamos aprendido algo de la década populista: nuestros dirigentes deben afirmar la realidad frente a los charlatanes. Cuando negamos el valor de la palabra, cuando juzgamos el discurso público fútil o maleable, perdemos la confianza ciudadana. Es simple: si renunciamos a la batalla por afirmar y reivindicar la realidad, los demagogos nos impondrán la que ellos deseen.
Al decir que Donald Trump ha creado “un entramado de mentiras sobre las elecciones de 2020″, Biden levanta acta de un bulo que podría ser un punto de inflexión en la democracia norteamericana. Y Macron acierta también al señalar a los antivacunas como un peligro para la salud de todos, como vemos con iluminados como Novak Djokovic, que deciden ir “libremente” contra la evidencia científica, pero temen las consecuencias. Por eso es clave que Macron y Biden hablen con claridad, porque en el mundo que anhela el nativismo ultraderechista solo ellos son paladines de la verdad, valientes lenguaraces que dicen lo que nadie se atreve a decir frente a las élites liberales que, medrosas de ofender a todos, sacaron cobardemente ciertos temas de la conversación del espacio común.
Y es que las zonas comunes parecen desvanecerse en las democracias. Para recuperarlas, hemos de abandonar nuestras burbujas aisladas, cerradas al otro para refugiarnos en nuestras propias narrativas. Es así como vaciamos de sentido el mundo público y permitimos que lo inverosímil se instale: por ejemplo, que Biden perdió las elecciones. El desprecio por los hechos no interpela a la ciudadanía, solo busca agitar un movimiento de fieles. La coherencia del mundo ficticio nos atrae más que la inestable realidad. Pero todo movimiento es insaciable y se nutre del perenne impulso hacia delante. Al azuzarlo, se pierde el control y se acaba asaltando el Capitolio. Por eso se alerta ya sobre el peligro de una nueva guerra civil, como Barbara Walter en su How civil wars start. Pero olvidamos que la fuerza del trumpismo es global: Jaroslaw Kaczynski habla de una UE convertida en un “cuarto Reich”; Viktor Orbán del “imperio de George Soros” y Éric Zemmour del “gran reemplazo”. Son, no se engañen por su apariencia, narrativas poderosas que dan sentido a sus movimientos: raza, religión, hombría. Y son un combate abierto contra la verdad en el que va siendo hora de que todos nos impliquemos. Porque de la fragilidad de las palabras depende también la de nuestras democracias. Y si reivindicamos la verdad, hemos de reclamar con fuerza las palabras que la nombran.
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