Éric Zemmour, oráculo de una Francia “nostálgica y reaccionaria”
El candidato ultra al Elíseo entra en campaña con una visión apocalíptica del país basada en la idealización de la historia y de su propia infancia en la ‘banlieue’
Éric Zemmour estalló el martes tras su primera entrevista televisiva como candidato a las elecciones presidenciales francesas del próximo abril. “¡Cabrón!”, se le escuchó decir en los pasillos de la cadena francesa privada TF1, según el diario Le Parisien.
La invectiva iba dirigida a Gilles Bouleau, el sobrio presentador del telediario de las 20.00, que acababa de hacerle una entrevista bastante amable y sin preguntas especialmente difíciles. “Me parece que usted no me ha preguntado por mi programa político, y lo lamento”, se le había quejado unos minutos antes ante las cámaras. “Era ahora o nunca”.
La pataleta de Zemmour (Montreuil, 63 años) puede revelar su falta de experiencia política. Pero también una inquietud. A principios del otoño, cuando estuvo claro que sería candidato, se disparó en los sondeos y llegó a ser el favorito para quedar segundo y enfrentarse en la segunda vuelta al presidente Emmanuel Macron. Ahora empieza a perder fuerza y algunos sondeos le relegan a la cuarta posición, con un 13%. No es lo mismo la pelea dialéctica en tertulias televisivas, en las que lleva 15 años exhibiendo su indudable habilidad, que una campaña para ocupar la jefatura del Estado en la segunda economía de la Unión Europea y una potencia nuclear.
Pero en el ataque al periodista televisivo y el intento de transformar una entrevista en un ring dialéctico hay algo de Donald Trump. El ruido y el caos como herramienta para captar los focos. Como si Zemmour se hubiese inspirado en el libro de estilo del hombre de negocios estadounidense y estrella de la televisión que, a base de polémicas y transgresiones, y con un mensaje contra la inmigración y nacionalista similar al suyo, acabó siendo presidente de Estados Unidos entre 2017 y enero de 2021. Hay puntos en común con Trump. Pero Zemmour, que este domingo celebrará en Villepinte, al norte de París, su primer mitin de campaña, es un producto puramente francés que apela a un malestar puramente francés.
“Soy nostálgico y reaccionario”, admitió en la cadena de radio RTL en 2018 al presentar su libro Destin français (”Destino francés”, no traducido), un volumen de más de 500 páginas en el que reclamaba una historia gloriosa de su país y denunciaba a quienes, en su opinión, habían alimentado su leyenda negra. Y añadió, por si no hubiese quedado claro: “Soy doblemente nostálgico y reaccionario”. Es decir, nostálgico y reaccionario en lo colectivo y nacional, y en lo íntimo y biográfico.
Zemmour es nostálgico de un pasado glorioso de Francia al que le gustaría regresar. Su Francia es un país que, asegura, fue la Roma de Occidente, que está en declive desde la derrota de Napoleón en Waterloo y que ahora se encuentra al borde de la guerra civil y la extinción. Idéntico sentimiento aplica a la Francia idealizada de su infancia, la de los años sesenta y setenta: el instante anterior a lo que, en su opinión, es un proceso de colonización por la inmigración musulmana del que considera cómplices a las élites francesas.
“Propiedad privada. Prohibido entrar”, dice un cartel en la valla de hierro que rodea la Residencia Faidherbe, un conjunto de bloques grises de cuatro pisos construidos tras la Segunda Guerra Mundial. Es viernes, llueve, las calles están desiertas. Esto es Drancy, la banlieue o el extrarradio norte de París. Aquí vivió parte de su infancia Zemmour, hijo de judíos argelinos que habían llegado al continente en los años cincuenta en vísperas de la guerra de independencia.
“La banlieue era el paraíso cuando yo era pequeño”, decía hace unos años en un reportaje de televisión que le llevó a los lugares de su infancia. “Aquí había inmigración italiana, española, nosotros, aunque no éramos realmente inmigrantes. No había mujeres con velo”.
El zemmourismo se construye sobre esta impresión de un paraíso perdido: antes, la banlieue era un oasis de paz y convivencia donde las sucesivas olas de inmigrantes acababan convertidas en franceses de pura cepa; ahora, la misma banlieue aparece en medios de comunicación, películas y en buena parte del discurso político como un foco de violencia e islamismo. “Tenéis la sensación de no estar en casa”, dice Zemmour en el vídeo en el que el martes anunció su candidatura. “Os sentís extranjeros en vuestro propio país. Sois exiliados del interior”.
Cuando Zemmour afirma que el islam es incompatible con Francia o propone prohibir los nombres sin raíz judeocristiana como Mohammed, apela a esta sensación. En sus libros, insiste en que sus parientes, “judíos de origen bereber”, ponían nombres franceses a sus hijos, y recuerda que su madre le obligaba a quitarse la kipá que llevaba en la escuela judía en la que se educó en cuanto salía a la calle.
Jean-Yves Camus, politólogo especialista en la extrema derecha, es, como Zemmour, judío. Compartió aulas con él en Sciences Po, el prestigioso Instituto de Ciencias Políticas de París. E intenta explicarse las claves de un fenómeno que nadie vio llegar. “Somos de la misma generación, la de los Treinta Gloriosos”, explica Camus en alusión al término que designa las tres décadas de crecimiento elevado y pleno empleo en la posguerra. “Él viene de un ambiente modesto y esto no le impidió estudiar en Sciences Po. El ascensor social funcionaba, el empleo industrial existía, el poder adquisitivo era más importante que hoy”.
El periodista Étienne Girard describe en Le radicalisé (”El radicalizado”), una biografía de Zemmour recién publicada, como toda su vida ha vivido con la obsesión de ser aceptado por las élites intelectuales y política de París. No ha olvidado la humillación por ser rechazado dos veces en la Escuela Nacional de Administración, el vivero de la clase dirigente. “Raramente el destino de un hombre ha acompañado con tanta perfección los tormentos de un país carcomido por el malestar identitario y los inconvenientes de la mundialización”, escribe Girard.
Camus ahonda en las raíces del fenómeno: “Éric Zemmour es el resultado de una serie de heridas que en un momento dado cristalizan”. Una herida es la identitaria: las dificultades de una parte de Francia para aceptar que los magrebíes que llegaron a partir de los años sesenta y setenta se quedarían definitivamente. Los atentados islamistas de los últimos años, perpetrados en muchos casos por jóvenes franceses de origen inmigrante, y la popularidad de la extrema derecha contribuyen a este ambiente en el que la inmigración, pese a ser inferior que en otros países europeos, monopoliza todos los debates.
La otra herida tiene que ver con la historia y “los problemas de memoria con el periodo colonial y el periodo argelino”, señala Camus en alusión a la guerra de Argelia entre 1954 y 1962. Podría añadirse la compleja digestión del colaboracionismo con la ocupación alemana entre 1940 y 1944.
Zemmour se presenta como un candidato-historiador que habla claro, también sobre estos dos periodos. “Creció en un ambiente en el que muy temprano se apasionó por la historia, se pasaba la vida discutiendo de historia”, explica Geoffroy Lejeune, director de la revista conservadora Valeurs Actuelles y autor de una novela de política ficción, Une élection ordinaire (”Una elección ordinaria”), publicada en 2015 y en la que imaginaba que Zemmour era presidente.
En Destin français, Zemmour evocaba “las broncas político-históricas” en las sobremesas familiares de su infancia. Sus propias teorías históricas tienen más de erudición de sobremesa y de tertulia de barra de bar que de rigor de un historiador profesional. Como si toda su carrera de polemista, y ahora de incipiente político, fuese una prolongación de aquellas conversaciones, el punto exacto donde confluyen la nostalgia de la infancia y de la grande nation.
Reivindicación de Pétain y del patriarcado
Para reclamar un relato nacional sin mancha, Éric Zemmour ha llegado a reivindicar a Philippe Pétain, el líder de la Francia que colaboró con los nazis en la deportación de judíos a Auschwitz y otros campos, precisamente desde Drancy, a 20 minutos a pie de donde él creció.
En el libro Le premier sexe (El primer sexo), que en 2006 le lanzó a la fama como polemista, lamentaba “la abdicación de los hombres blancos del siglo XX que renunciaron al cetro del patriarcado”, en contraste con otras sociedades, como las árabes, que “asumen la fuerza, la violencia, la guerra, la muerte, la virilidad”. “Yo respeto a la gente dispuesta a morir por aquello en lo que cree, algo de lo que nosotros ya no somos capaces”, dijo en una entrevista en 2016 en alusión a los yihadistas.
“Es incapaz de renunciar a una frase ingeniosa, y esto en política es mortal”, comentaba hace unos días Marine Le Pen, la candidata del Reagrupamiento Nacional, que ve amenazado su dominio en la extrema derecha.
Las “frases ingeniosas” han valido a Zemmour varias condenas por incitación al odio racial y acaba de ser juzgado por llamar en la cadena CNews (propiedad del grupo Vivendi) a los inmigrantes menores no acompañados “ladrones”, “asesinos” y “violadores”. La incógnita es si la transgresión permanente funcionará en Francia como funcionó en EE UU con Trump.
“Su verdadero hándicap es que no es un político, por eso le puede ir bien o muy mal: siempre dice lo que piensa”, observa Lejeune. “Por ahora no le ha ido mal, pero en el asunto de los nombres [musulmanes] o de Pétain, políticamente es una idiotez decir eso”.
Olivier Ubéda, consejero de Zemmour, afirmó hace unas semanas: “Él no es un político. Un político dice: ‘Votadme’. Él dice: ‘Escuchadme, leedme”.
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