Ecogramática
Mis amigos creen que callo porque estoy deprimido y no me atrevo a decirles que hay también una ecología de la oralidad
Leo y escucho al cabo del día miles, quizá millones, de palabras. Las leo en el periódico, en los prospectos médicos, en los libros, en las redes, en las vallas publicitarias, en el menú del día del restaurante de la esquina…; las escucho en la radio, en la calle, en el metro, en la televisión… A veces me siento como un desagüe de palabras, como un aliviadero de frases hechas, de discursos vacíos, de soflamas bobas. Llegan a mí como los camiones de la basura al vertedero y llegan sin separar, mezcladas las orgánicas con las de plástico o cartón. Nadie las selecciona, todas van al mismo cubo, igual da que hayan salido de la boca de un filósofo que del obispo de Solsona. Soy yo el que realiza el trabajo de clasificarlas. Aquí, las oraciones reutilizables; aquí, las contaminantes; aquí, las pringosas, las interrogativas, las condicionales, etc.
El 90% van a parar a la incineradora de mi alma, donde se reducen a cenizas que también luego he de eliminar, pues ocupan un espacio mental que no es ilimitado. Esto me obliga a ser muy económico en mis propias emisiones verbales. Escribo textos cortos, como el presente, y voy hablando cada día un poco menos para no contribuir a la contaminación verbal reinante. Mis amigos creen que callo porque estoy deprimido y no me atrevo a decirles que hay también una ecología de la oralidad, una ecogramática todavía por sistematizar, pero de la que se percibe una demanda latente.
A veces, cuando voy solo por la calle, me pongo el móvil en la oreja y muevo los labios como si mantuviera una conversación, para no parecer raro, pero no emito sonido alguno, no ensucio el aire con oraciones de un solo uso que tardan siglos en descomponerse, como las botellas de plástico. En el supermercado pido bolsas de papel y doy las gracias con un gesto mudo, una sonrisa, un asentimiento de cabeza.
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