Algo que contar
Sorrentino nos echa una mano para volver a pensar en el futuro y distraernos de la maldita pandemia
El día que el mejor jugador del mundo, Diego Armando Maradona, hizo que el Nápoles, un equipo modesto, ganara su primer scudetto, alguien decidió ir al cementerio para escribir en una pintada en la tapia la mejor crónica del partido: “No sabéis lo que os habéis perdido”. Treinta y cuatro años después, un cineasta napolitano ha dedicado al futbolista el título de su último trabajo, Fue la mano de Dios, una película autobiográfica que no va de Maradona, aunque aparece; ni siquiera del amor y la pérdida, que también, sino del fin de la inocencia y de algo muy apropiado para estos días: la necesidad de evadirse de la realidad, de distraerse.
Durante un tiempo, la maniobra de escapismo para una ciudad deprimida y necesitada de orgullo, así como para Fabietto, el protagonista del filme, es el fútbol, y cuando eso deja de ser suficiente, cuando el volcán de la adolescencia se apaga, la vida se complica y aparece Fabio, a secas, el método de evasión es el sueño de hacer cine, tener algo que contar.
El chico, que en realidad se llamaba Paolo Sorrentino, se hizo, efectivamente, cineasta, dirigió 32 títulos y ganó un Oscar, pero tardó más de tres décadas en llevar a la pantalla la muerte de sus padres en un terrible accidente doméstico, es decir, la historia que despertó la vocación o la necesidad de crear una realidad paralela para poder tolerar la original.
Como los buenos discursos, Fue la mano de Dios hace reír y llorar con unos personajes histriónicos y disparatados que comen burrata a bocados embutidos en un abrigo de pieles en pleno verano; que a veces son crueles, otras tiernos y simpáticos y que construyen diálogos tan redondos que no hace falta subrayarlos con música o filigranas. Tiene, además, el encanto de la nostalgia, con escenas y ambientes trasladables a muchos rincones y familias: los mismos azulejos de las cocinas, el mismo walkman, el teléfono fijo, la cinta VHS del videoclub y aquellos edificios-colmena llenos de niños donde los vecinos se conocían por nombre y apellidos y un gol descomunal, de la dimensión de un siglo, se veía en una televisión diminuta sin mando a distancia.
Fue la mano de Dios habla del pasado, pero al igual que hace una vecina con el protagonista, Sorrentino nos echa una mano para volver a pensar en el futuro. Un día como hoy, penúltimo de 2021, con el coronavirus ocupando cada conversación y pensamiento, cuando todos tenemos y damos miedo, con los contagios disparados y los test de antígenos agotados en las farmacias, la película ofrece la ilusión de distraernos. Es un refugio, la señal de que aún podemos emocionarnos y fantasear con el momento en que tengamos algo nuevo que contarnos, algo que no tenga que ver con la maldita pandemia. Mi propósito para el año nuevo es encontrar muchas excusas para dedicar esta columna, como este jueves, a algo distinto al monotema. Será cuestión de perseverancia. Feliz 2022.
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