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tribuna
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Una Constitución democrática y laica

En el aniversario de la ley fundamental de la Segunda República, la acritud política y la ignorancia impiden sacar lecciones de los aciertos de aquel periodo y las complejas razones de su fracaso

Constitucion española 1931
Manuel Azaña promete su cargo como presidente de la República en el Congreso de los Diputados, en mayo de 1936.

El 9 de diciembre de 1931 las Cortes de la Segunda República aprobaron la Constitución que definía a España en el artículo primero como “una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y de justicia”.

Esa Constitución declaraba la no confesionalidad del Estado, eliminaba la financiación estatal del clero, introducía el matrimonio civil y el divorcio y prohibía el ejercicio de la enseñanza a las órdenes religiosas. Su artículo 36, tras acalorados debates, otorgó el voto a las mujeres, algo que estaban haciendo en esos años los parlamentos democráticos de las naciones más avanzadas. Era una Constitución, en suma, democrática y laica, que consagraba la supremacía del poder Legislativo.

La crisis más grave del debate constitucional la provocó el artículo 26, el “asunto religioso”, que dejó por el camino alborotos, peleas, insultos y declaraciones salidas de tono tanto de los integristas como de la izquierda más anticlerical.

Se aprobó al final la propuesta de Manuel Azaña, formulada en su célebre discurso del 13 de octubre, que moderaba el proyecto original, al restringir el precepto constitucional de disolución de órdenes religiosas sólo a los jesuitas, y ratificaba la prohibición de la enseñanza a las congregaciones religiosas.

La Constitución nació con la oposición y rechazo de la derecha no republicana, que se propuso desde ese momento revisarla o, desde la visión de sus grupos más extremistas, echarla abajo. José María Gil Robles, que era ya en ese momento uno de los más destacados defensores de izar la bandera del orden y de la religión en el Parlamento, sentenció que esa Constitución “en el orden de las libertades públicas es tiránica; en el orden religioso es persecutoria y en el orden de la propiedad es vergonzosamente bolchevizante”.

A finales de 1931 España era una República parlamentaria y constitucional, con Niceto Alcalá Zamora de presidente y Manuel Azaña de jefe de Gobierno. Y todo ello se había conseguido en los siete meses pasados desde la caída de la Monarquía. Como apenas cinco años después esa República estaba defendiéndose en una guerra civil a la que la había llevado un golpe de Estado, muchos se han apuntado al juego de especulaciones sobre la responsabilidad de esa Constitución y de sus gestores en el drama final.

Entre 1910 y 1931 surgieron en Europa varias repúblicas democráticas que sustituyeron a monarquías hereditarias establecidas desde hacía siglos. Casi todas ellas, como la alemana, la austriaca y la checa, se habían instaurado como consecuencia de la derrota en la I Guerra Mundial. La única que subsistió como democracia fue la de Irlanda, creada en 1922. Todas las demás fueron derribadas por movimientos autoritarios de ultraderecha o fascistas antes del inicio de la II Guerra Mundial.

La historia de esas repúblicas, especialmente de la alemana y la española, ha sido eclipsada por su final y lo que siguió, el nazismo y una guerra civil. Pocos historiadores aceptan en la actualidad el planteamiento determinista de que esos regímenes republicanos estaban predestinados al fracaso desde el principio.

Los problemas que tenía que abordar la Segunda República parecían, en comparación con la de Weimar, menos acuciantes. España no había participado en la I Guerra Mundial; no tenía conflictos fronterizos que pudieran favorecer el surgimiento de movimientos nacionalistas extremos; los factores económicos no fueron tan determinantes en el desenlace final; y el fascismo y el comunismo, los dos grandes movimientos surgidos de la I Guerra Mundial y que iban a protagonizar dos décadas después la segunda, apenas tenían arraigo en la sociedad durante los años de la República y no alcanzaron un protagonismo real y relevante hasta después de la sublevación militar de julio de 1936.

¿Por qué entonces la República no pudo sobrevivir? No hay una respuesta simple a la pregunta de por qué del clima de euforia y de esperanza de 1931 se pasó a la guerra de exterminio de 1936-1939. Para consolidarse como sistema democrático, la Segunda República necesitaba establecer la primacía del poder civil frente al Ejército y la Iglesia católica, las dos burocracias que ejercían un fuerte control sobre la sociedad española y a las que fue imposible controlar. Sus proyectos e intentos de transformar tantas cosas a la vez (el Ejército, la Iglesia, la tierra, la educación o las relaciones laborales) suscitaron grandes expectativas que la República no pudo satisfacer y se creó pronto muchos y poderosos enemigos.

Cada vez parece más difícil resolver la acritud de la discusión política y la ignorancia sobre esa historia. Es sintomático cómo la memoria de la guerra civil y la desmemoria y propaganda contra la República han impedido un debate sobre temas que, empezando por la relación entre el Estado y la sociedad, claramente conectan aquel pasado con nuestro presente y que deberían resultar familiares e influyentes para nuestra actual democracia. Pero a la mayoría de nuestros políticos no les importa ni les interesa ese tipo de retos. Y la enseñanza de la historia se ha quedado también al margen de esa necesaria empresa de construcción de una sociedad civil más democrática y mejor formada, 90 años después.

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