Manta
Ojalá las últimas víctimas de ETA puedan liberarse de la angustia de la incertidumbre, obtener algo parecido al regalo de la justicia
La manta nunca da lo bastante de sí. Si abriga los pies, deja la garganta desprotegida, y viceversa. Lo recuerdo al contemplar la expedición de parlamentarios de la UE que han venido a impulsar la resolución de los crímenes de ETA sin resolver. Su visita me ha devuelto otras estampas, mujeres con las piernas desnudas y batas de flores bajo la nieve, los ojos secos de llorar un llanto propio y heredado, una nube de luz opaca, de tristeza espesa, casi sólida, mientras evocaban en voz alta la historia que nunca les había dejado dormir por las noches. Ellas también lo intentaron. Las víctimas del franquismo, sus descendientes, viajaron también a Bruselas, buscaron aliados para una causa irreprochablemente justificada en una organización de Estados democráticos, se gastaron todos sus ahorros, se vaciaron una vez más y no tuvieron suerte. La manta fue demasiado corta y no les tapó nada, ni la cabeza ni los pies, porque les pasó lo peor que le puede pasar a una víctima, ser sospechosos de culpabilidad. Como si haber robado un saco de trigo para alimentar a sus hijos, justificara que a un padre de familia lo sacaran años después de su casa, le pegaran cuatro tiros y lo dejaran en la calle tirado. Parece mentira, ¿no?, pues es verdad, y no cosechó demasiadas simpatías. Es una frivolidad intolerable que en un asunto tan serio como la justicia intervengan factores como la simpatía o las afinidades ideológicas, pero así fue. Esa es la ventaja con la que cuentan ahora las últimas víctimas de ETA, intrínsecamente inocentes hasta del delito de haber robado un grano de trigo que no necesitaban para nada. Y ojalá tengan suerte. Ojalá puedan liberarse de la angustia de la incertidumbre, obtener algo parecido al regalo de la justicia. Se lo deseo de todo corazón, aunque lo que me angustia a mí es que la manta siempre sea demasiado corta.
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