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DE MAR A MAR
Columna
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Cristina Kirchner y un feroz giro a la derecha

Cristina Kirchner está ante una gran encrucijada, gane o pierda las elecciones de noviembre. Del relato progre solo está quedando el reparto de heladeras. Es la pesadilla de un populismo sin plata

Carlos Pagni
El presidente Alberto Fernández abraza a su nuevo jefe de gabinete, Juan Manzur, en la Casa Rosada de Buenos Aires, el 20 de septiembre.
El presidente Alberto Fernández abraza a su nuevo jefe de gabinete, Juan Manzur, en la Casa Rosada de Buenos Aires, el 20 de septiembre.JUAN MABROMATA (AFP)

De la derrota que sufrió el oficialismo en las primarias legislativas que se celebraron en la Argentina el pasado domingo 12 se puede decir cualquier cosa, menos que no era previsible. Durante meses los sondeos de opinión reportaron que el 70% de los votantes creían que este año fue peor que el anterior y que el que viene será peor que éste. Es difícil encontrar en la historia reciente otro momento de semejante pesimismo. Los índices de confianza de la ciudadanía en los que mandan coinciden, en las series estadísticas, con los de gobiernos derrotados. Lo mismo sucede con la correlación, casi infalible, entre el poder adquisitivo del salario y el consenso que consigue la administración en las urnas. Según comparaciones internacionales, como las que presenta el ranking de Bloomberg, la Argentina fue el peor país en la gestión sanitaria y económica de la pandemia del Covid 19. La combinación de todos los indicadores anticipaba que una victoria del presidente Alberto Fernández y de su tutora, la vicepresidenta Cristina Kirchner, habría sido un cisne negro.

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Que la oposición de Juntos por el Cambio, la coalición que gobernó durante cuatro años con Mauricio Macri y fue derrotada en 2019, haya obtenido más votos, fue un terremoto para el Frente de Todos. Las consecuencias se van advirtiendo con el paso de los días. La más notoria ha sido una reacción inicial desquiciada por parte de los líderes.

Cristina Kirchner negoció un cambio de gabinete con el presidente. Como Fernández demoró en cumplir con los reemplazos, ella ordenó a casi todos los funcionarios que le responden que ofrezcan sus renuncias a través de la prensa. Por si no alcanzaba con ese escándalo, escribió una carta abierta explicando que la derrota se había producido por dos motivos principales. La obcecación del presidente en no renovar su equipo antes de las elecciones y la resistencia del ministro de Economía, Martín Guzmán, a aumentar el déficit fiscal a niveles siderales. Los hechos y palabras que siguieron a la derrota han sido, para la vicepresidenta y sus seguidores, más dañinos aun que la derrota misma.

El escándalo terminó en un cambio de gabinete que expresa, en sí mismo, una reconfiguración de todo el oficialismo. La propia Cristina Kirchner reveló en esa carta que ella le impuso a Fernández a Juan Manzur como nuevo jefe de Gabinete. Al anterior, Santiago Cafiero, expulsado por incompetente, le asignaron, como premio consuelo, nada menos que el Ministerio de Relaciones Exteriores.

Manzur se venía desempeñando como gobernador de la provincia de Tucumán, cargo para el cual solicitó licencia. Su presencia en el gabinete nacional introduce, por lo menos, dos novedades. Es un paso hacia el centro de la escena de un peronismo arraigado en el interior del país, que no había sido considerado hasta ahora en la toma de decisiones. Cristina Kirchner manejó el poder a través de su pupilo, Fernández, centrándose sólo en la denominada área metropolitana del país. Es decir, la Capital Federal y su populoso y empobrecido conurbano, que se extiende sobre la provincia de Buenos Aires.

Manzur significa, además, un violento giro hacia la derecha. Un presidente como Fernández, que se ufanaba de su agenda progresista, por ejemplo, por el impulso a la legalización del aborto, tiene ahora como “interventor” a un cristiano maronita ortodoxo, acusado en su provincia de proteger a quienes impidieron el aborto de una niña de 11 años violada por su abuelo. O de amparar a jueces reticentes a condenar casos flagrantes de femicidios. El kirchnerismo, que siguió una política exterior amigable con la liga bolivariana de América Latina, es decir, con el castrismo cubano, los chavistas de Venezuela, la Bolivia de Evo Morales o el Ecuador de Rafael Correa, debe resignarse a un jefe operativo como Manzur, muy próximo a Luis Almagro, el secretario general de la OEA, que va en la dirección contraria, mucho más familiar a las posiciones del Partido Republicano de los Estados Unidos. Las críticas de Cristina Kirchner y sus seguidores hacia Macri por sus buenas relaciones con el empresariado, quedan ahora invalidadas frente a un jefe de Gabinete que ha funcionado como el socio político de una liga de empresarios que hacen negocios con el Estado, y que van desde la industria farmacéutica a la banca de las provincias, pasando por las compañías de seguros. Manzur mismo, que proviene de una familia humilde y no ha hecho en su vida casi nada más que ejercer la función pública, es el titular de una fortuna tan incalculable como inexplicable.

El cambio de rumbo en el gobierno nacional se reproduce en el principal distrito kirchnerista: la provincia de Buenos Aires. Allí gobierna uno de los apóstoles preferidos de la vicepresidenta, Axel Kicillof, un economista Estado-céntrico, cuya heterodoxia linda con el marxismo. Él también fue intervenido. Cristina Kirchner le impuso como jefe de Gabinete provincial al alcalde de Lomas de Zamora, una localidad del paupérrimo conurbano bonaerense. Es Martín Insaurralde, caudillejo peronista que hizo su carrera vinculado al negocio de los juegos de azar.

Manzur e Insaurralde tienen, en la nación y en la principal provincia del país, una sola misión: revertir los resultados de las primarias en las elecciones generales del 14 de noviembre. Como sea. ¿También con fraude? Es lo que teme la oposición, que hace seis años denunció a Manzur por haber ganado la gobernación de Tucumán manipulando el recuento de votos.

El kirchnerismo relanzó su campaña con esta nueva dirección. El proselitismo tiene dos ejes. Uno es identificar a quienes han recibido alguna ayuda social y no fueron a votar, para que la próxima vez no se ausenten. El otro es distribuir beneficios materiales. La Argentina asiste hoy a un festival de gasto público. El gobierno regala bicicletas, heladeras, cocinas, comida o, con mayor practicidad, entrega dinero en efectivo, como sucede en la provincia de Manzur. Además, se disponen medidas que mejoren los ingresos: aumentos de subsidios, jubilaciones, salarios del sector público o rebaja en los mínimos a partir de los cuales se pagan los impuestos.

Es difícil saber si con estas iniciativas Cristina Kirchner logrará dar vuelta su derrota. Lo que sí está asegurado es que su estrategia de campaña agravará un desequilibrio fiscal que ya presenta magnitudes inquietantes y que se financia en gran medida con emisión monetaria. Son deformaciones que se verán con mayor nitidez después de los comicios, cuando el Gobierno deba negociar un programa con el Fondo Monetario Internacional. Todo lo que le acerca al peronismo a recuperar votos, le aleja de ese acuerdo con el Fondo. Dicho de otro modo: los niveles de expansión fiscal y monetaria a los que conduce el proselitismo están en proporción directa con el ajuste que debería realizarse para pactar con ese organismo multilateral. Para entender el dramatismo de la situación hay que recordar que el país se endeudó con el Fondo en 57.000 millones de dólares: el mayor préstamo que otorgó esa institución en toda su historia. La Argentina no está en condiciones de saldar ese compromiso sin una renegociación de los vencimientos. Y es imposible renegociar esos vencimientos sin un programa de ajuste.

Cristina Kirchner está ante una gran encrucijada, gane o pierda las elecciones de noviembre. Ya modificó el rumbo de su política forzando al Gobierno de Fernández a someterse a un gerente de derecha. Después deberá decidir si completa esa maniobra aceptando dolorosas restricciones económicas. Del relato progre y distribucionista sólo está quedando el reparto de heladeras. Es la pesadilla de un populismo sin plata.

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