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Columna
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La democracia en América

Más les valdría a los líderes centrarse en mejorar lo que ya hay que en crear nuevas instancias

Cristina Manzano

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En esta foto de archivo del 5 de septiembre de 2018, el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, encabezan un mitin en Managua, Nicaragua.
En esta foto de archivo del 5 de septiembre de 2018, el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, encabezan un mitin en Managua, Nicaragua.Alfredo Zuniga (AP)

Mientras Daniel Ortega y señora siguen con su espiral de persecución y represión, de caza abierta a candidatos, de preparación de unas elecciones en noviembre llamadas a ser una farsa, de violación sistemática del sistema democrático que los llevó al poder, de autoritarismo rampante, nadie sabe qué hacer con Nicaragua. La orden de detención de su antiguo vicepresidente, Sergio Ramírez, es el último episodio. La revolución devorando a sus hijos. No porque no sea nuevo resulta menos doloroso.

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Muchas voces desde el propio continente reclaman a la Organización de Estados Americanos (OEA) que actúe. Hace apenas unos días, lo hacían cuatro expresidentes en un seminario del Club de Madrid dedicado al 20 aniversario de la Carta Democrática Interamericana. La mayor sanción que contempla la OEA, la suspensión de un país que no cumpla con sus obligaciones democráticas, solo se ha aplicado dos veces en su historia: a Cuba, en 1959, y a Honduras, tras el golpe de Estado de 2009. Con Venezuela hay un rifirrafe casi constante desde 2002.

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Desde su firma en 2001, la Carta ha sido el instrumento más contundente para defender la democracia en América; un documento único basado en el compromiso y la solidaridad de los 34 países de la OEA, que ha propiciado la creación de instituciones para garantizar la libertad de prensa, la del poder judicial o los derechos humanos. Su nacimiento en Lima, el mismo día de los atentados del 11-S, se vio empañado por el impacto de aquellos dramáticos acontecimientos. Su vigésimo cumpleaños ha quedado atrapado por el desastre de la fallida salida de Afganistán.

Además, la OEA no pasa hoy por su mejor momento. Más allá de las críticas a su secretario general, Luis Almagro, por abandonar la neutralidad debida, la organización sufre del mismo mal que toda la política americana: la polarización de sus miembros y la instrumentalización sobre bases ideológicas de las instituciones multilaterales. Los llamados a actuar chocan con aquellos que defienden el principio de no injerencia en las cuestiones internas.

A ello se suman las acusaciones recurrentes, impulsadas ahora por el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, de ser una herramienta yankee. En su objetivo de “librarse” de EE UU y Canadá ―y haciendo suyo el principio de América Latina para los latinoamericanos― ha propuesto discutir la sustitución de la OEA por otra organización durante la próxima Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) que se celebrará este sábado.

La iniciativa no tiene visos de salir adelante, pero, mientras se discute, los enemigos de la democracia siguen a lo suyo: en El Salvador, en Guatemala, en Venezuela, en Nicaragua… y la gente de América Latina, enormemente insatisfecha con sus sistemas democráticos, está harta y lleva meses protestando en las calles. Más les valdría a los líderes centrarse en mejorar lo que hay en lugar de crear nuevas instancias.

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