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tribuna
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Cosmopolitismo: un proyecto irrenunciable

Hay nuevas razones para reconocer la interdependencia como la mejor opción para enfocar los problemas desde la defensa de los derechos humanos y la afirmación de la libertad, ética y política

Adela Cortina
Adela Cortina
Eva Vázquez

La entrada de los talibanes en Afganistán, la retirada de las tropas occidentales y los atentados en el aeropuerto de Kabul han conformado por el momento el más reciente episodio de una historia que tiene terribles consecuencias para el pueblo afgano, muy especialmente para los colaboradores con países extranjeros y para las mujeres. Es un reto urgente para la comunidad internacional intentar evitar ese sufrimiento, crear un pasillo humanitario, continuar con las evacuaciones, acoger a los refugiados, entrar en interlocución con los talibanes y ayudar desde dentro del país a una posible democratización.

Por si faltara poco, esta situación, que es la crónica de una muerte anunciada, tiene unas repercusiones geopolíticas que se venían perfilando desde hace décadas. Si en los años setenta del siglo XX se fue produciendo lo que Huntington llamó la “tercera ola de la democratización”, en la que España se incluyó, y que dio a luz nuevas democracias y consolidó las existentes, en los noventa se inició un proceso de recesión democrática que se acelera vertiginosamente. En el actual orden mundial se van imponiendo potencias autocráticas, como China, Rusia o Turquía, y van perdiendo fuerza las democráticas, como Estados Unidos y la Unión Europea.

Es inevitable preguntar qué debemos hacer en este marco, si queremos que los valores éticos con los que dice comprometerse Occidente y que tiene en común con buena parte de la humanidad, tengan fecundidad y eficacia en el presente y en el futuro y se incorporen en instituciones jurídicas y políticas. Si queremos que sean efectivos. Una opción es recurrir a esa tradición secular, que nació en Grecia, con los estoicos y los cínicos, permaneció a lo largo de la historia con distintos ropajes y desde los años noventa del siglo XX cobró de nuevo un especial vigor. Es la tradición cosmopolita, que no es sólo occidental.

El cosmopolitismo entiende con acierto que todos los seres humanos pertenecen a dos comunidades, una en la que han nacido contingentemente y que forma parte de su identidad política; otra, a la que pertenecen como ciudadanos del mundo por estar dotados de razón y emoción. La primera se construye sobre la discriminación entre los de dentro y los de fuera; la segunda no establece distinciones, es radicalmente inclusiva.

En el siglo XVIII cobró un especial vigor precisamente por las razones que ahora reclaman proponerla una vez más como hoja de ruta. Poner fin a las guerras sólo es posible erradicando sus causas, y construir una sociedad de ciudadanos del mundo posibilita resolver los conflictos a través del derecho, la ética y la política. Yendo más allá del derecho internacional, es preciso proteger a las personas concretas y no sólo ocuparse de los pueblos. Y en este contexto la hospitalidad, la acogida de cuantos lo necesitan es una exigencia ética, legal y política. Por otra parte, esto no era un sueño. La experiencia de que ya se estaban creando entre las naciones lazos amistosos y jurídicos era una prueba de que esa comunidad mundial es posible. Ir democratizando los distintos países y construyendo una comunidad mundial sería el empeño.

Hoy esas mismas razones, junto a otras nuevas, hacen del proyecto cosmopolita la mejor opción para enfocar los problemas desde la defensa de los derechos humanos y la afirmación de la libertad, ética y política, y desacreditan los nacionalismos y los populismos miopes, encerrados sobre sí mismos, que han cobrado una fuerza renovada. Cuando lo cierto es que la interdependencia constituye a las personas y a los países.

Ciertamente, reconocer esa interdependencia ha llevado una vez más con la pandemia a comprender que ningún país lleva adelante su vida en solitario. El cambio climático, el desafío de las sindemias, la sostenibilidad de la naturaleza instan a proponer como máxima de la acción el apoyo mutuo de los viejos anarquistas. Como diría Kant, hasta un pueblo de demonios, de seres sin sensibilidad moral, comprendería que es preciso optar por la cooperación, y no por el conflicto, con tal de que tengan inteligencia.

Sin embargo, tragedias cotidianas como la de Afganistán y el posicionamiento estratégico de las grandes potencias parecen desmentir rotundamente la viabilidad del cosmopolitismo, incluso el progreso de la democracia liberal-social, porque es evidente que la interdependencia es asimétrica. ¿No es entonces el cosmopolitismo una ensoñación de filósofos ingenuos y de activistas de la paz, falsado por la implacable realidad un día tras otro? ¿No es un utopismo?

No, no lo es en absoluto, afortunadamente, sino la mejor respuesta a la pregunta decisiva: ¿hacia dónde queremos ir quienes estamos convencidos de que todos los seres humanos, sin exclusión, pertenecen a la vez a una comunidad política determinada y a una comunidad humana, que trasciende todas las barreras étnicas, lingüísticas, de orientación sexual, religiosas y nacionales, y que no se construye prescindiendo de esas peculiaridades, sino desde ellas?

Esa comunidad ya se va gestando, entre otras razones, porque, a pesar de los pesares, no es un proyecto sólo de Occidente.

En el impactante libro de 2007 Mil soles espléndidos el escritor de origen afgano Khaled Hosseini contaba una espléndida parábola de su país natal, que hoy vuelve inevitablemente a la memoria. Es la historia trágica y a la vez esperanzada de dos mujeres de extracción social muy diferente, Mariam y Laila, obligadas por la entrada de los talibanes en 1996 a casarse con un hombre cruel y arbitrario. La enemistad inicial entre ellas se convierte en apoyo mutuo y complicidad frente al varón por salvar a la hija de Laila. Es una historia de compasión y conquista solidaria de la libertad, esos valores que compartimos todos los seres humanos y por los que merece la pena luchar.

Desde un lugar bien diferente, en 2020 Xu Zhangrun, que fue profesor de derecho en la Universidad de Tsinghua, publicó un artículo titulado Viral Alarm: when Fury overcomes Fear, criticando al partido comunista chino y a Xi Jinping. Según el autor, el miedo puede ser superado por lo que en Occidente se llama “justa indignación” y los pensadores chinos consideran como una “humanidad combinada con un sentido de la justicia”. Esto, asegura, es lo que Mencio llamaba “el verdadero camino del corazón humano”; se trata de la libertad, de esa sensibilidad innata que nos hace humanos, la inefable quiddity, la inefable esencia que los chinos compartimos con todos los demás.

Dos argumentos más a favor del cosmopolitismo, a mi juicio, contundentes.

El primero consiste en reforzar la afirmación de Ulrich Beck: “Lo que hace tan interesante el cosmopolitismo es que es una tradición antiquísima, pero también que fue demonizada por el Holocausto y el gulag estalinista”. Apoyando este texto, me gustaría añadir por mi cuenta que algo bueno tendrá el agua cuando algunos la maldicen.

El segundo argumento viene de Kant y dice así: “Pensarse en derecho a la vez como ciudadano de una nación y como miembro de la sociedad de ciudadanos del mundo es la idea más sublime que el hombre pueda concebir de su destino y que no puede pensarse sin entusiasmo”. Podríamos decir que el entusiasmo ante una idea sublime, que ya se va encarnando en la realidad, es una motivación ética realmente intensa, que importa cultivar porque une razón y corazón.

Adela Cortina es catedrática emérita de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y autora de Ética cosmopolita. Una apuesta por la cordura en tiempos de pandemia (Paidós, 2021).

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