Cuentista
Teresa Ribera tiene un papelón. Es lógico que se ponga triste cuando las empresas cumplen sus objetivos ―ganar pasta― sin nada de esa empatía social de la que hablan los anuncios
Todo el mundo sabe que cuando la lecherita sueña con vender la leche del cántaro y, con el dinero obtenido, comprar huevos de los que saldrán pollitos con los que montar una granja avícola y una cadena de restaurantes especializada en pollo frito, no está pensando en renovar su fondo de armario, sino que sobre todo prevé los riesgos de descalcificación en la población infantil y en la tercera edad, intolerante a la lactosa, pero necesitada de proteínas. El emprendimiento de la lechera quizá sea castigado en la historia por ser chica: todas las feministas liberales ―y las otras, también― coinciden en que sueños empresariales y afán de poder son en las mujeres temeridad y nunca arrojada inteligencia; son avaricia y no estrategia razonada de crecimiento económico; son loca fantasía y no industriosa imaginación… Pero lo que todo el mundo tiene clarísimo es que los proyectos individuales repercuten en que la lecherita pueda adquirir una mansión, pero sobre todo abren la posibilidad de que la exitosa empresaria cree puestos de trabajo y pueda ser muy buena, tan buena que en periodos pandémicos, en lugar de acumular mascarillas para especular porque ha diversificado su negocio, dona respiradores a hospitales públicos que, por ser públicos, están llenos de gente que no se sabe comportar y lo rompe todo. Todo el mundo sabe que cuando un señor, con cara de ángel custodio, llama a tu puerta, ding dong, para ofrecerte una nuda propiedad “que permite al vendedor conservar el usufructo de la vivienda de forma vitalicia a la vez que percibe unos ingresos por su venta”, porque la pensión no te da para comprarles gominolas a tus nietecitas, este buen hombre no quiere quedarse con tu casa para revenderla a un precio desorbitante, sino que lo que desea con todo su corazón es que tú, jovial anciana, te hagas la permanente que menos te reseque el pelo y tú, caballero maduro, pases el otoño en Benidorm bailando pasodobles… Todo el mundo sabe que el oligopolio del refresco azucarado, reconvertido en saludable ―ya veremos― refresco sin azúcar, sacia tu sed mientras te inculca el ideario del capitalismo filantrópico y el pensamiento positivo, y cambia de chaqueta según sople el viento: en sus spots, la familia tradicional, que espera a Santa, muta en conglomerado poliamoroso formado por seres humanos libérrimos de diferentes razas y sexualidades en transición. Todo el mundo sabe que cuando nos venden algo lo hacen por nuestro bien, y nunca nos engañan: no hay más que valorar experiencias con la telefonía móvil y preguntarnos para qué existe la OCU. Si al empresariado lo dejas a su bola, no para de hacer el bien. Ni se le ocurre abaratar el despido ni deforestar el planeta ni cobrarte cosas imprescindibles para la vida: la luz o, en breve, el consumo de oxígeno. Hoy les da cosita porque, como nos lo ensucian, pronto usaremos bombonas de buceo de cuya producción, distribución y venta alguien se lucrará por nuestro bien.
Teresa Ribera, vicepresidenta tercera del Gobierno y ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, tiene un papelón. Es lógico que se ponga triste cuando las empresas cumplen sus objetivos ―ganar pasta― sin nada de esa empatía social de la que hablan los anuncios. La ministra ha comulgado con ruedas de molino: está desolada ante la constatación de que la publicidad y la lenta asimilación del capitalismo filantrópico no son inocuas.
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