El mitin infinito
Aprovechemos agosto para reflexionar sobre la teatrocracia de enfrentamiento permanente en la que se ha convertido nuestra política
Todos los meses de agosto tienen algo de fin de ciclo, de descanso que, más que exaltación del vitalismo, es fatiga de animal que cae rendido, como caen las semillas a la tierra para comenzar de nuevo la rueda de la vida. La llegada de este agosto ha sido extenuante y carece de la tonalidad emocional de renovación y limpieza implícitas en el verbo “agostar”. La pausa estival de este año tiene el aire inquietante de una ficción. Problemas y desafíos descomunales continúan a la vuelta de la esquina como el dinosaurio de Monterroso y más que alivio, el parón veraniego genera inquietud al mostrar lo capaces que somos de continuar con nuestros hábitos mientras todo en el mundo circundante indica que se trata de una calma artificial. Muchos nos sentimos como si estuviéramos durmiendo en el Titanic en la noche del naufragio.
No parece que el inicio de curso político dentro de tres semanas augure una toma de conciencia colectiva sobre la gravedad de las crisis multinivel que se aproximan: económicas, sociales y ecológicas, sino más bien la continuidad de la sensación ominosa de no saber muy bien qué va a pasar y de un profundo hartazgo de cacofonía, enfrentamiento y trivialidad. Lo que sí parece que continuará es la contrastada incapacidad de gran parte de la clase política más ruidosa para transmitir sentimiento de seguridad, unidad y reconstrucción a la ciudadanía. Y en esto hay tanta responsabilidad en los protagonistas del espectáculo de circo romano en que se está convirtiendo la vida política como en los espectadores participantes o consintientes, a través de las redes sociales y medios de comunicación.
La magnitud y gravedad de las tareas pendientes para la vuelta no admiten ni un solo grado más de trivialización ni por más tiempo. Si para algo debe servir este descanso es para reflexionar que lo que será de nosotros en las próximas décadas se va a jugar en la utilización y control de unos fondos decisivos para el futuro del país y de las siguientes generaciones, en la articulación de unas políticas de protección social y activación económica lo más consensuales y ecológicas posibles y de amplio espectro temporal. En suma, debe servir para exigir una verdadera acción de Estado con visión a largo plazo, en la que cualquier agente político que no esté dispuesto a intervenir constructivamente debe ser enérgicamente rechazado por la sociedad en conjunto y castigado mediante voto. Es escandaloso que nada de ello esté sucediendo y que parezca que aún no hubiéramos despertado, ni políticos ni ciudadanía, del letargo de pantallas y angustia en el que el mundo entero se sumió con esta espantosa pandemia. Es preciso hacerlo cuanto antes.
Hace ya unos meses, alguien me recordó un excelente texto de Ferlosio publicado en este mismo periódico en 1995 con el título de El despreciable. Me asombró su vigencia, con las debidas adaptaciones. La dura y potente tesis del artículo sostiene que el mitin como forma de comunicación política tiene consecuencias antidemocráticas, debido a que descansa sobre un supuesto de unidireccionalidad: es un uso de la palabra política que sólo admite el aplauso y el beneplácito. Se trataría por ello de una práctica esencialmente autoritaria. Como es habitual, Ferlosio reparte estocadas tanto a gobernantes como a gobernados. Por la parte del público, ironiza con la figura del “respetable” taurino comparándolo con el público de un mitin, al que rebautiza como “el despreciable”. El llamado “respetable” lo es sólo porque aplaude y el “despreciable” lo es porque sólo aplaude y nada más. Este supuesto de unanimidad y refrendo incondicional convierten, sentencia dura e hiperbólicamente Ferlosio, al mitin en una “práctica fascista”, con una ciudadanía dispuesta a “someterse a la indignidad de ceremonias que no admiten más que aplausos fervorosos”. Nada que no pase en las actuales cámaras de resonancia mediática.
Por el lado de los políticos, éstos no salen mejor parados. El supuesto que opera aquí es el de transformar la política en una batalla continua que no se dirime finalmente en elecciones sino que se prolonga en una lucha esterilizante y bloqueadora, concentrada en fechas o picos espasmódicos y en la que esta fijación por alcanzar el poder convierte a cada partido en “partido único”, porque es incapaz de dialogar con otros y mucho menos de llegar a acuerdos de interés general. La imagen que nos arroja Ferlosio es la conversión de la vida política en una violenta teatrocracia.
Lejos de quedar constituida como escena política común, con diferentes actos y compartida por distintos actores, se convierte en un escenario espectacular de enfrentamiento gestual permanente. La temporalidad compleja de la política, con sus fases de conflicto y de cooperación, es así anulada, bloqueando la acción política como tal. Desaparece la acción y en su lugar impera la actuación histriónica. Todo se convierte en un mitin infinito. ¿Devolveremos a cada cosa su tiempo de desarrollo: naturaleza, deliberación, acción política? ¿Acaso no hemos aprendido nada de la extraña temporalidad a la que nos hemos visto arrojados? Agosto debería servir para ello.
Alicia García Ruiz es profesora de Filosofía Política en la Universidad Carlos III de Madrid.
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