El Despreciable
El mitin electoral reaviva mis prejuicios contra la democracia de partidos. Todos ven la abyección de los oradores, pero nadie la del público. Si éste en los toros es El Respetable tan sólo porque puede aplaudir o pitar y abuchear, se vuelve "el despreciable" allí donde no caben más que los aplausos y las aclamaciones. Si a una frase del orador alguien dijese "¡Nó, eso nó!", sería acallado o tal vez hasta expulsado como intruso. El supuesto forzoso de la unanimidad incondicional convierte todo mitin en una práctica fascista: el local se transfigura en una Piazza Venezia, donde cualquier partido es "partido único". Una con tienda electoral no disuelta en el tiempo sino concentrada en fechas extrema en cada partido lo que es puro instrumento de victoria, ahogando la diferencia en la otreidad del "conmigo o contra mí" y trocando el contínuo móvil, modulable, de la diversidad en la tajante discontinuidad del "todo o nada", de la que inevitable mente se deriva esa abominación de la unanimidad y la incondicionalidad que infecta de fascismo a los partidos. El que, como en las democracias, haya varios se queda en una situación fáctica sin duda más benigna para la mera vida, pero ni quita para que cada uno de ellos sea en sí, dentro de sí, partido único ni comporta, por ende, ninguna mejoría para la inteligencia de las gentes y la objetividad de la opinión política, ni aun menos para la dignidad, la animación y has ta la estética de una por lo demás casi inexistente vida pública. En cuanto a los que acuden a los mítines, tal vez la cotidiana catarata de aplausos al dictado de la televisión colabore no poco en atrofiar cualquier resto de orgullo, de sensibilidad y de vergüenza, para que -olvidada ya la "adhesión in quebrantable" de cuando entonces, como dice, felizmente, Umbral- no sientan la indignidad de someterse a nuevas ceremonias que no admiten más que aplausos fervorosos y ardor aclamatorio.
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