Tres razones por las que somos bastante medievales
Cuidado ahora si te miras al espejo y ves un siervo o un señor
Hace unas semanas, el Festival de Literatura de Castilla y León nos colocó a un par de ponentes ante el reto de identificar qué queda en nosotros de medievales. Nada, habría respondido cualquiera a la primera de cambio entre el tecleo del móvil y la escucha de algún podcast en los cascos inalámbricos. Nada más que los grandiosos escenarios que aprovechan series como Juego de Tronos nos unen ya a esa etapa de la historia superada por la imprenta y la aceleración general. Y, sin embargo.
En cuanto nos pusimos a reflexionar, comprobamos que la configuración urbana marcada por murallas no difiere mucho de la Europa que levanta vallas para frenar a extranjeros. Las nuevas murallas no se coronan de almenas y calderos de aceite hirviendo, pero sí de alambradas, vigilancia y una legislación que no sabe afrontar ni el salvamento en el mar. Ya teníamos una razón para que una cierta sensación de medievalismo empezara a recorrernos la espalda.
La segunda razón también salió sola. La antigua sociedad de la ignorancia, de la transmisión oral, sin acceso a libros ni papeles que protagonizó la Edad Media ha vuelto a replegarse —tras cinco siglos de disfrute y sed de la imprenta que revolucionó nuestro mundo— en un entorno digital confuso, desordenado, sin grandes jerarquías, en el que decrece el papel y sigue siendo muy minoritario el nivel de lectura y la ambición de cultura. Igual que la religión fue el elemento unificador y vertebrador de la sociedad en la Edad Media, hoy son Google y las redes quienes ejercen esa función de asimilación y uniformización que hace a todos los adolescentes ser bailarines tiktokers de una gran coreografía global. El escalofrío medieval se extiende.
Después vinieron otras razones: la pandemia, los confinamientos, la sociedad dividida en estamentos tan difíciles de superar… Pero una tercera se abre paso al leer estos días Hamnet, bellísimo libro de Maggie O’Farrell, que ficciona la vida de la familia de Shakespeare en el siglo XVI, en la estela aún de la Edad Media. Sorprenden la violencia, los trompazos, golpes, zapatazos, latigazos y más formas de agresión y sometimiento propios de la rutina en esos tiempos. Éramos gente violenta, sí. Y si creíamos que eso pertenece al pasado estábamos equivocados, porque linchamientos como el de Samuel Luiz en Coruña o el de Alex Andrei Ionita, apalizado en Amorebieta, nos indican que la pulsión de maldad no se ha erradicado. También en ese terreno somos capaces de ser bastante, demasiado medievales. Cuidado ahora si te miras al espejo y ves un siervo o un señor. El termómetro del medievalismo que pervive es fiable y cruel.
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