Cancelar al diferente
Librándonos del diferente, se impide que nos invada con su forma de sentir, amar, pensar, de estar en el mundo. Guardamos así, bajo llave y pistola, la identidad homogénea que preserva las esencias de la nación
“Me cancelaron el 18 de agosto de 1936″, dice Juan Diego Botto interpretando a Lorca en la conmovedora Una noche sin luna, y nos provoca una sacudida violenta. La mayoría no pensaríamos en el asesinato del poeta en términos de cancelación. Es otra de las razones por las que la obra resulta sugerente, el que dé una dramática vuelta de tuerca a un debate tan actual. ¿Qué implica borrar la voz de alguien que resultaba molesto no solo por sus ideas políticas, sino por su homosexualidad? La cancelación es la expulsión de un imaginario colectivo que se pretende falsamente unitario, coherente, universal. Librándonos del diferente, se impide que nos invada con su forma de sentir, amar, pensar, de estar en el mundo. Guardamos así, bajo llave y pistola, la identidad homogénea que preserva las esencias de la nación.
No es algo del pasado lejano. En Hungría, se aprueban leyes que prohíben mencionar siquiera la homosexualidad en los colegios y los programas de la televisión infantil. El absurdo control sobre tales contenidos no solo atenta contra la libertad de educación, sino contra la misma concepción de espacio público democrático, que solo puede serlo si es abierto, accesible a todo el mundo. Es otra muestra de la degradación que sufre el tan cacareado y maltratado liberalismo. Los nuevos liberales, ultras escondidos tras un sofisma, esgrimen como nuevo su viejo argumentario: las personas tienen el derecho a ser homosexuales mientras las manifestaciones de su afecto sean privadas, si mantienen su pasión escondida. Pero si algo no puede expresarse públicamente, si se relega al ámbito de lo privado, el resultado es una vida pública que estigmatiza y excluye, despojada de una parte esencial, como lo son todas.
Por eso la idea que subyace en la bandera del Arco Iris —una coalición de carácter político, a pesar de la UEFA— es que la igualdad solo se asegura desde la heterogeneidad de lo público. Porque el carácter político de la reivindicación de cualquier diferencia está, precisamente, en incluir a quienes identificamos y señalamos con la diferencia misma. El feminismo también ha llevado una y otra vez a lo público aquello que molestaba, como el tabú de la violencia de género, que se pretendía ocultar bajo la llave y el yugo del hogar. Politizar algo es hacerlo público, incluirlo en la conversación. Algunos países, como Holanda, se han atrevido a señalar a Hungría la puerta de salida de la Unión. Von der Leyen, sin ir más lejos, calificó justamente la ley húngara como “vergonzosa”, y Merkel ha sugerido que es incompatible con los valores europeos. Y el problema es que aquí también estamos jugando a lo mismo: ¿qué otra cosa es, si no, el famoso pin parental de Vox y el Partido Popular?
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