Una noche sin luna
Juan Diego Botto ha escrito una obra llena de audacia, sensibilidad e inteligencia. Vayan al teatro para conocer mejor la historia de Lorca, la del suelo que pisan
No se conservan apenas grabaciones de la voz de Federico García Lorca, fusilado en agosto de 1936. Pero hasta el 11 de julio pueden ir a hablar con él en el Teatro Español. Les caerá bien. Les hará reír y emocionarse; les hará dudar y preguntarse: ¿A qué me recuerda…?
Aparentemente, Una noche sin luna es un monólogo —solo hay un actor en escena—, pero toda la obra, dirigida por Sergio Peris-Mencheta, se construye sobre un diálogo. Conversa el autor con el público, porque esa es la magia, el regalo único que brinda el teatro: participar. Y conversa el pasado con el presente porque hay episodios de la vida del niño —“me llamaban Federica”― y del poeta —“subvencionado”; “titiritero”, “adoctrinamiento”…— que evocan a la tinta fresca, a los patios de algunos colegios y al teatrillo cotidiano, este sí 100% sostenido con dinero público, donde unos sobreactuados intérpretes de la actualidad aseguran que vivimos el peor momento en 80 años —¡crezcan!—.
Vayan a verla, a conocer mejor la historia de Lorca, que es la del suelo que pisan, la del país que habitan, su historia. Pónganse durante 105 minutos en las manos de Juan Diego Botto, que ha escrito un texto lleno de audacia, sensibilidad e inteligencia y se multiplica sobre un escenario casi desnudo, hecho de madera, polvo y arena. Vean al poeta en todas sus facetas: con el chaleco y el bastón, como lo inmortalizó Luis Buñuel, y con el mono azul y revolucionario de La Barraca, el grupo con el que el hombre que protestaba “contra el abandono del obrero del campo” quiso llevar el arte a los pueblos. Él y sus enemigos sabían que cuanto más cultos, menos dóciles. Por eso era tan peligroso. Lo asesinaron porque le tenían miedo.
El dolor por los muertos sin lápida y los duelos inacabados se parece como el cante jondo a un fado, a un tango y a todas las canciones de los pueblos que tuvieron motivos para estar tristes
Suban al barco de Teseo para examinarlo, para examinarse. No hubo luna aquella noche de agosto de 1936, porque en su último cuarto menguante se había puesto antes de las dos de la madrugada y fueron más tarde las descargas y los golpes. Pero quedaban las estrellas del Principito, el recuerdo del amor de Rafael.
Creía Juan Diego Botto cuando empezó a escribir la obra que dejaba atrás los temas que habían ocupado su teatro —Argentina, la dictadura, el exilio…— y que iba a hablar de algo completamente distinto: Federico García Lorca. Un año después de haber terminado el texto, se dio cuenta de que estaba hablando, una vez más, sobre “un hombre detenido, torturado y hecho desaparecer”, como desapareció Diego Fernando Botto, a 10.000 kilómetros hace 44 años. El dolor por los muertos sin lápida y los duelos inacabados se parece como el cante jondo a un fado, a un tango y a todas las canciones de los pueblos que tuvieron motivos para estar tristes. Es tan universal como el autor de uno de los libros de poesía más vendidos en el mundo, Romancero gitano.
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