Libra de carne
Me he acordado de la obra de Shakespeare, ‘El mercader de Venecia’, por el problema que ahora tenemos, y probablemente seguirá


Habla una mujer joven disfrazada de hombre de leyes en la Venecia del siglo XVI; está el Senado reunido y lo preside el Dux, responsable de dictaminar el proceso que divide a la población. Su célebre alegato empieza así: “La clemencia no es cualidad forzosa. / Cae como la lluvia, desde el cielo / a lo que está debajo. Su bendición es doble: / bendice al que la da y al que la obtiene. / Más poderosa es en los más poderosos.” Las palabras justas de la falsa abogada despiertan el recelo del acusador, el prestamista judío Shylock, que de ningún modo se quiere mostrar clemente con el acusado, el mercader cristiano Antonio.
La escena no ocurrió en la república véneta sino en la cabeza de Shakespeare, donde el dramaturgo mezcló, como solía hacer, un dilema moral, una historia de amor y una tragedia entreverada de comedia de enredo delicioso. Me he acordado de la obra por el problema que ahora tenemos, y probablemente seguirá; no hace falta contarlo. Prefiero dar, en traducción propia, una parte del discurso que Porcia, la disfrazada, inventa sobre una base legal relacionada con una libra de carne humana y una sangre imposible de verter: una fábula sobre el desgajamiento corporal y el odio al que no piensa ni cree lo que tú.
“La clemencia supera la potestad del cetro”, dice Porcia, “y el poder terrenal más se acerca al de Dios / si la clemencia suaviza la justicia […] ninguno de nosotros se salvaría / pidiendo solo justicia. Rogamos la clemencia, / y esa misma plegaria nos enseña a emprender / acciones de clemencia”. La obra, El mercader de Venecia, acaba bien y mal. La falsificación de Porcia salva una vida inocente, la de Antonio, que se queda solo pero vivo, como el inclemente Shylock; los jóvenes marrulleros se salen con la suya y todos se casan. La carne no es cortada, y no hay derramamiento de sangre. ¿Quedan heridas?
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