Después de la pandemia: es pronto para celebrar
La crisis ha traído un impulso renovado por la inversión pública, la justicia fiscal y el internacionalismo, pero el riesgo de involución acecha y hay más resignación que esperanza
A medida que las vacunaciones avanzan con rapidez a lo largo de América del Norte y de Europa, crecen las esperanzas de que estamos accediendo a una era post-pandémica. Antes de la cumbre del G-7 del pasado fin de semana, Global Progress, con el apoyo de YouGov, realizó una amplia encuesta en los países del G-7 y Australia. Nuestro objetivo era diagnosticar qué han aprendido de la pandemia los ciudadanos de las democracias maduras y de qué modo esto da forma a sus aspiraciones e inquietudes sobre el futuro.
En ámbitos progresistas, ha proliferado la esperanza de que la pandemia alumbraba la necesidad de construir sociedades más justas y ecológicas. Mientras que ciertamente son esas las lecciones que sectores significativamente mayoritarios del público han extraído de sus experiencias de este último año, lamentablemente para los partidos políticos progresistas, por mucho que esa mayoría comparta sus ambiciones no necesariamente apoya los medios que se requieren para lograrlas. Hoy, esas lecciones o preferencias no se traducen automáticamente en apoyo a respuestas políticas progresistas o a partidos políticos progresistas.
Nuestro sondeo reveló que la gente espera, más que cree, que vayamos a vencer al virus. Mientras que una parte cree que hemos dejado atrás lo peor de la crisis, una significativa mayoría cree que el virus va a mutar y va a volver, o anticipa como probable un tipo similar de pandemia en la próxima década. Hay un sentimiento de resignación, más que de optimismo, a propósito del futuro, y un reconocimiento general de que nuestro modo de vida es tal vez más frágil de lo que creíamos que era.
De cara al futuro, no se ha producido una retirada respecto al internacionalismo. La gente de los países del G-7 y Australia cree que los gobiernos deberían cooperar más para abordar estas crisis. También esperan de ellos que actúen más rápidamente y concedan un mayor papel a los expertos. La gente está empezando ahora a preocuparse por cuánto se ha gastado para superar esta crisis y está dividida sobre si deberíamos seguir gastando más en la recuperación o apretarnos ya el cinturón. En cuanto al pago de los costes de la pandemia, sin embargo, la equidad está en la mira del público. Sin duda alguna, la gente cree que los costes deben ser asumidos por aquellos que se han beneficiado o han tenido éxito durante la crisis, ya sean los muy acomodados, las corporaciones multinacionales o las plataformas on line. De hecho, más del 80% está a favor de un impuesto para quienes utilizan los vacíos legales para eludir sus responsabilidades fiscales. Para ellos, la tasa base recientemente acordada para el impuesto de sociedades internacional es no solamente buena economía sino también buena política.
Pero si se trata de desafíos futuros, hay motivos de preocupación para los progresistas. Existe un creciente pesimismo climático, o mejor dicho fatalismo. Hay ahora, en el ámbito del G-7 y Australia, un número creciente de personas que creen que poco pueden hacer sus países si economías principales, como China e India, no hacen más. Esto quizá explique la razón de que la gente esté preocupada porque las políticas respetuosas con el clima probablemente resulten caras y cuesten puestos de trabajo. Hay aquí, sin embargo, cierta esperanza para los progresistas: esas personas creen que la inversión en industrias y tecnología verdes probablemente otorgará a los países una ventaja competitiva en el futuro, creando un beneficio económico para quienes se muevan pronto y rápido.
No obstante, por lo que respecta al impacto de la tecnología de la información, la situación es notablemente más desalentadora. Solamente una minoría cree que las plataformas de redes sociales hayan empoderado a las personas, y una mayoría significativa —cerca de los tres cuartos— piensa que han producido una sociedad más dividida. En cuanto a desarrollos futuros, tales como la inteligencia artificial, la gente parece convencida de que tendrán un impacto negativo en los puestos de trabajo y en los ingresos, aunque posiblemente mejoren la conciliación entre vida personal y laboral.
Al mirar el asunto con perspectiva, es difícil no llegar a la conclusión de que los estados democráticos de Occidente están sintiendo la presión. Solamente Estados Unidos y Australia son de verdad optimistas acerca de su inmediato futuro, y tanto Estados Unidos como Canadá y Australia creen que las futuras generaciones estarán mejor que las anteriores. En Europa el cuadro es diametralmente opuesto y, en particular, italianos y franceses creen que la vida era notablemente mejor para las anteriores generaciones. De manera similar, al mirar a su futuro desempeño económico, los estadounidenses, australianos y canadienses también son optimistas respecto a la capacidad de sus países para tener éxito en el nuevo orden mundial. Los europeos, incluido el Reino Unido, así como los japoneses, tienden a creer que han quedado atrás sus días como potencias económicas.
Observando los resultados de la cumbre del G-7, a la que fueron invitados India, Australia y Corea del Sur, se comprueba que está en auge la idea de que hay una emergente competencia entre el capitalismo democrático y el autoritario y autocrático. Mientras que el jurado puede estar deliberando sobre dónde cae India en este eje —al menos bajo el Gobierno de Modi— la mayoría de la gente piensa que China y Rusia son una amenaza, y son pocos, si es que hay alguno, los que querrían ponerse las vacunas que han producido. La firme postura adoptada contra China y Rusia en la reciente cumbre cuenta con el respaldo generalizado del público en general. No obstante, y a pesar de esa postura, una significativa mayoría piensa que China está bien situada para ser la potencia económica de más éxito en el futuro, en el que desempeñará un papel cada vez más importante.
Tal vez lo más preocupante es que, cuando se trata de la contienda entre democracia y autoritarismo, hay tendencias problemáticas en Europa. Si bien la gente en Europa y América del Norte está apegada a las ideas y al principio de la democracia en la que viven, casi la mitad de ella cree que el sistema no está funcionando bien o no les está dando resultados. Quizá como consecuencia de ello, el apoyo a un líder fuerte que impulsa las cosas, frente al sistema de contrapesos democrático, es sorprendentemente alto. En Italia, casi un tercio de los votantes piensan que eso es lo que se necesita, y el número es similar tanto en Australia como en Estados Unidos. Trump puede haber salido del escenario global, pero el trumpismo aún acecha nuestros debates.
De cara al G-7, Biden se enfrentó tanto a una oportunidad internacional como a un desafío nacional. Los encuestados antes de la cumbre simpatizaban con la idea del liderazgo estadounidense y apoyaban abrumadoramente la inversión económica en favor de la sostenibilidad y del bienestar que está promoviendo el presidente. Ocho de cada diez ciudadanos del G-7 y Australia encuestados piensan que es un modelo a seguir en sus países. Eso es mucho más que en Estados Unidos, donde su agenda para una renovación del país está cada vez más atrapada en una división partidista. Durante su visita, Biden ha galvanizado con éxito al G-7 en torno a esa agenda, y fortalecido la determinación de Occidente respecto a los encantos de China y Rusia. Ha establecido una agenda no solo para proteger la democracia, sino también para demostrar que las democracias pueden estar a la altura de los desafíos a los que se enfrentan y cumplir con sus ciudadanos. Habiendo triunfado en el extranjero, ahora se enfrenta al desafío de llevarla al Congreso y al pueblo estadounidenses. Si fracasa en esa prueba, las consecuencias pueden ser desastrosas en su país y en el extranjero.
Matt Browne es investigador principal de American Progress y fundador de Global Progress Summit.
Traducción de Juan Ramón Azaola.
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