Baquiné a la muerte de mi hermano
El baquiné es ese festejo familiar de raíces africanas con que se despide con música a un infante difunto
“Nadie me dijo nunca que el duelo era tan parecido al miedo. No estoy asustado, pero la sensación es como la de estar asustado”.
Así comienza un texto de C.S. Lewis – Meditación de un duelo –, admirable cruza de meditación y elegía, escrito a raíz de la muerte de su amada, la poeta Joy Davidman, en 1960.
Mi hermano menor, Óscar, apodado El Kóskoro, falleció en los Altos Mirandinos, víctima de la covid-19, pronto hará seis semanas, pero ha sido solo en los últimos días que ese sentimiento que, tal como observa Lewis, es sintomáticamente indistinguible del miedo, ha venido trocándose en un estupor dulcemente filial, jubiloso diré, que ahora me acompaña hasta en sueños.
La palabra que mejor describe el sentimiento es pedal, entendida como la entienden los músicos: un sonido, una nota, habitualmente la tónica, muy prolongada y sobre la que se suceden armónicamente diferentes acordes.
Este recurso armonizador, esencial a la polifonía vocal, se asentó entre los humanos en la Edad Media y es tan poderoso que llegó a ser frecuente en los arreglos de mambo big band “niuyorrican” de los años 50, notablemente los del maestro Mario Bauzá, director musical de los Afrocubans de Machito.
Mi hermano Kóskoro, aunque fotógrafo de profesión, era raigalmente un músico de salsa del suroeste caraqueño –consumado guitarrista, bongosero, cantante— y el pedal de saxo barítono que me imbuye al evocarlo es el del mambo Complicación del gran Francisco Aguabella, en el arreglo que hizo Tito Puente para su insumergible álbum Dance Mania, de 1957.
Dos hermanos tuve y ambos fueron músicos. El mayor, pianista, se hizo concertista mientras que Kóskoro prefirió la esencia del guaguancó. Así, pues, un hermano Prokofiev y otro Ray Barretto.
El baquiné es ese festejo familiar de raigambre africana con que se despide con música a un infante difunto. La voz y el rito nos llegaron de Puerto Rico. Para mejor semblanza del Kóskoro, anoten que pasando revista una tarde en mi casa a las novedades discográficas, alzó un vinilo de Christa Ludwig con los Kindertotenlieder (Canciones para los niños muertos) de Gustav Mahler y dijo: “Oye, pon el baquiné de Mahler a ver qué tal canta la vieja”. Bueno, con eso ya van viendo cómo era Kóskoro.
Mi hermano, como tantos compatriotas, murió a consecuencias de la covid y, dicho sin abundar, también del socialismo del siglo XXI. Su pensión de vejez, luego de un cuarto de siglo de trabajo en la educación superior, no llegaba a tres dólares.
Nunca supe de dónde salió ese apodo que él prefería a su propio nombre. Lo cierto que en cualquier situación de las que él llamaría “apretativa”, musitar Kóskoro obra para mí, cabalísticamente, como oral talismán de buena suerte. Asocio esta superstición a la mucha suerte que lo acompañó toda su vida.
Una vez—esto ocurría en la Caracas de los años 70 que por las noches se tornaba capital mundial del Latin Jazz — entré, muy tarde ya en la noche, a un local salsero, un bailadero donde nos habíamos citado para oír a unos amigos en jam session. El lugar estaba hasta la bandera.
Hallé a Kóskoro sentado a una mesa charlando animadamente con un tipo que yo no conocía. Supuse que sería un conocido suyo del medio musical y tomé asiento. Justo cuando esperaba ser presentados, de la zarabanda ambiente emergió una mano con una semiautomática que apuntó a la cabeza del desconocido y apretó el gatillo.
Digo con tanta seguridad “semiautomática” porque mi viejo tenía una Beretta 7.65, idéntica. La de mi cuento se encasquilló y en el nanosegundo de perplejidad y pánico que siguió, Kóskoro, prodigio de reflejos, aferró la muñeca del pistolero, se puso de pie y comenzó con él un forcejeo que desalojó el local en solo dos compases.
El pistolero, que estaba como una cuba, alcanzó a hacer varios disparos mientras Kóskoro se tongoneaba abrazado a él, hasta que los cobardones mirones hicimos un errático pilón en torno al tipo y alguien muy forzudo logró desarmarlo, literalmente a dentelladas.
Encendieron las luces: el desconocido a quien mi hermano salvó la vida se había esfumado. Aparecieron parroquianos armados diciéndose “funcionarios”, se armó el rebullicio. Kóskoro se desprendió de la mêlée y me gritó: “¡Corre!”. Nunca supimos de parte de quién venía el pistolero.
—¿Quién era el tipo que iban a matar?— le pregunté todavía adrenalínico, ya en otro sitio, lejos, con el ron de comentar la jugada.
—No sé. Pero me conoce de alguna parte porque me dijo: “Hola, Kóskoro, ¿estás solo?”, se sentó y me dio conversación salsera mientras venían a quebrarlo. Me debe la vida, el cabrón.
Las comunicaciones con Venezuela estuvieron infames en vísperas de su muerte. La noche en que moría, y a pesar de su deplorable cuadro respiratorio, Kóskoro me dejó un mensaje de voz: una frase de Humberto Harris, entrañable amigo panameño, ya difunto, de la que Kóskoro hizo santo y seña.
—La vida es un turno al bate, Ibsen.
Este es el final del baquiné.
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