El caso Napoleón
En una actuación indigna, Francia ha decidido que el emperador Bonaparte es el único sátrapa europeo que merece ser homenajeado, ignorando los millones de víctimas que dejó a su paso


Si alguien me pidiera resumir de la manera más esquemática posible la historia de Europa durante los últimos siglos, yo diría lo siguiente: cada cierto tiempo surge una potencia con aspiraciones hegemónicas, y enfrente se topa con Gran Bretaña. Hay una guerra y los ingleses ganan. Así sucedió con Felipe II, con Napoleón, con el káiser Guillermo II, con Hitler y, dado que la II Guerra Mundial conllevó la invasión de la mitad del territorio continental europeo por parte de la URSS, con Stalin, solo que con él fue una guerra fría y ya al amparo del primo americano. A estos aspirantes a tiranos universales les cayó a renglón seguido el correspondiente chorreo propagandístico, un sambenito histórico que les ha dejado, cara a la posteridad, una tal fama que su memoria resulta difícilmente defendible.
A todos menos a Napoleón, cuyo caso resulta en este sentido singular por el aura razonablemente positivo que todavía, pese a todo, mantiene. Hoy sería difícil, sin tener que dar muchas explicaciones y encontrar una enorme oposición social dentro y fuera de su país, que un alemán se manifestase hitleriano o un ruso estalinista, por citar dos figuras con crímenes de guerra parangonables (si salvamos la diferencia técnica de los medios bélicos a su disposición). Y sin embargo uno todavía puede declararse bonapartista con bastante naturalidad en el Hexágono. Y así, en estos días, aprovechando la ocasión del bicentenario de su muerte, Macron nos ha brindado el singular espectáculo de ver a todo un jefe de Estado, un presidente de la V República, posando una corona de flores ante la tumba de este emperador francés que yace tranquilamente en su panteón de Les Invalides, el más escandalosamente ostentoso de todo París, por no decir de Europa.
¿Se imagina alguien los gritos que pondrían en el cielo los editorialistas de medio mundo, y los franceses a la cabeza, si Angela Merkel se acercara a la tumba —inexistente— de Hitler y declarase que había que asumir su legado, con todas sus sombras y luces? ¿O si a Putin le diera por reivindicar la memoria de Stalin aduciendo que, más allá del gulag y las purgas, el tío Iósif también tomó a lo largo de los años medidas que resultaron positivas para su país? ¿O —pasando al ejemplo de dictador que tenemos más presente en España— si algún jefe de Gobierno español se hubiese plantado en su momento en el Valle de los Caídos para reivindicar que, más allá de un millón de cadáveres, Franco dejó un montón de embalses y obra pública y una legislación laboral más que decente?
Creo que nadie con dos dedos de frente niega que cualquiera de estos personajes tuvo aciertos políticos y tomó medidas que redundaron en el beneficio de su pueblo. El propio Hitler, en lo económico, fue el artífice de una milagrosa recuperación de Alemania en los años previos a la II Guerra Mundial. Pero el reguero de cadáveres que dejaron a su paso pesa más que cualquier bondad política o económica, y conmemorarlos sería un absurdo y un insulto a sus víctimas. El caso napoleónico es único en esto. Los cerca de cuatro millones de muertos que dejó a su paso por toda Europa (de los cuales más de medio millón en España) y la reinstauración de la esclavitud parecen ser poca cosa, en Francia, comparada con el Código Civil y la reforma administrativa que llevó a cabo. La incongruencia de esta valoración resulta a todas luces evidente, y más en el país de los derechos humanos, la que muchos consideran como la segunda patria de la humanidad.
Que Macron decidiese en su día asumir lo sucedido en Argelia era lógico: la masacre y tortura de miles de prisioneros que se produjo en aquella región durante la guerra de independencia argelina, es una de las grandes vergüenzas coloniales europeas. Mirarse en ese espejo es hacer justicia a la memoria de las víctimas, ser valiente y demostrar grandeza. Conmemorar a Napoleón y sugerir tan siquiera que sus bondades políticas puedan pesar tanto como los millones de muertes que provocó es exactamente lo contrario, y empequeñece al país, y es indigno de la Francia que yo más respeto. Más lógico sería que hubiera venido aquí el 2 de mayo y hubiese colocado una corona de flores en honor de todos los civiles fusilados sin mayores miramientos por ese chico de Ajaccio que tanto, pese a todo, admira. A lo mejor todavía le queda tiempo para hacerlo. Eso, al menos, equilibraría mínimamente la balanza conmemorativa.
José Ángel Mañas es escritor. Su última novela publicada es Una vida de bar en bar.
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