Lucas Villa y la generación que se cansó del uribismo
La estigmatización sirve para discriminar y deshumanizar al adversario con el propósito de exterminarlo sin ningún reato ético. Eso está haciendo el presidente Duque con las protestas en Colombia
Era el octavo día de protestas y Lucas Villa estaba pletórico porque sentía que por primera vez su vida tenía un significado. Su liderazgo en las marchas lo había hecho merecedor de la admiración y del respeto de los estudiantes de la Universidad Tecnológica de Pereira, de donde se iba a graduar en pocos días como instructor de educación física a la edad de 37 años.
A Lucas le había costado encontrar su camino. A los 20 se fue de mochilero a recorrer el mundo; se volvió instructor de capoeira, experimentó con el budismo, con el yoga hasta que finalmente aterrizó de nuevo en Pereira a los 34 años. Para entonces su madre, acosada por las afugias económicas, tuvo que irse del país y se inventó una nueva vida en Barcelona como empleada doméstica, trabajo que le permitió enviar dinero a Pereira para la manutención de sus hijos.
La primera vez que Lucas salió a protestar fue en las marchas del 2019, en las que miles de jóvenes salieron a las calles a demostrar su descontento con el Gobierno de Duque no solo por sus políticas sociales y económicas, sino por haber frenado la implementación del acuerdo de paz, considerado por su mentor Uribe como una “entrega al castrochavismo”.
Esa indignación la frenó de manera abrupta la pandemia, pero solo para atizarla. Durante el año pasado la pobreza llegó al 42% y según el DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística) hay cerca de 1.700.000 familias que ya no pueden comer sino dos comidas diarias.
Hace 15 días, cuando los manifestantes volvieron a la calle, Lucas reapareció. Antes de cada jornada tenía la costumbre de abrazar a los integrantes del Esmad (la fuerza de la policía creada para enfrentar los desafueros de la protesta y que ha sido duramente cuestionada por su brutalidad). Se subía a los buses a hablar del paro con el propósito de que la gente tuviera conciencia de lo que significaban las protestas. Lucas, como me dijeron sus hermanos, estaba cansado de tener que vivir en un país corrupto y violento en el que no creía ni deseaba. A las 7.30 de la noche del 5 de mayo fue abaleado mientras hacía un plantón en el viaducto de Pereira que impedía el paso de los vehículos.
Los bloqueos han generado una gran molestia entre muchos sectores. Pero también los han usado para justificar que civiles armados saquen sus armas y disparen contra los manifestantes. Eso sucedió en Cali cuando un grupo de camionetas blancas manejadas por civiles armados atacó a la minga indígena que había llegado a apoyar a los jóvenes en sus protestas. En el ataque murió un indígena y varios resultaron heridos. Estos civiles armados contaron con el silencio cómplice de los policías y con el beneplácito de la “gente de bien”, un léxico que refleja la existencia de una sociedad profundamente racista y excluyente.
A Lucas lo estigmatizaron y lo abalearon con sevicia. Solo así se explica que le hubieran desenvainado ocho balazos en su cuerpo. Del crimen no quedó rastro porque de manera insólita se fue la luz sobre el viaducto en el preciso momento que le dispararon y, según el portal de La Silla Vacía, lo único que se le escuchó decir a los asesinos fue: “¡Por maricas, por estar bloqueando!”
Es decir a Lucas Villa lo mataron porque a algún traqueto de Pereira que se estaba perjudicando por los bloqueos, se le vino en gana matarlo. Hubieran podido apelar al diálogo con los manifestantes, o al peso de la ley, que en las regiones suele estar del lado de los poderosos, pero no lo hicieron. Ni siquiera se tomaron la molestia de amenazarlo o amedrentarlo, de guardar las formas. Simplemente lo fumigaron, como si se tratara de un acto de limpieza social.
La estigmatización sirve para discriminar y deshumanizar al adversario con el propósito de exterminarlo sin ningún reato ético. Eso hicieron con Lucas, con la minga indígena en Cali, y eso está haciendo el presidente Duque con la protesta. Desde que comenzaron las marchas hace 15 días, Duque ha hecho todo por estigmatizarlas poniendo sobre ellas un manto de duda para que susciten desconfianza, miedo y repudio. Luego de 15 días de paro, no los reconoce todavía como interlocutores pese a que fue por su presión que tuvo que retirar su reforma tributaria. Jalonado por Uribe, el presidente ha tratado la protesta como si fuera una amenaza para la seguridad nacional y ha graduado a todos los Lucas Villa que protestan por las calles de enemigos internos, convirtiéndolos en blanco de la represión y del abuso de fuerza. De ese tamaño es la distorsión de los discursos de la muerte en Colombia.
Según la ONG Temblores ya van 47 jóvenes muertos, la mayoría de ellos a manos de la brutalidad policial. Otros, como Lucas, han caído asesinados por la mano negra del paramilitarismo que ha vuelto a desempolvar sus armas.
A Lucas lo estigmatizaron hasta volverlo un peligroso antisocial. Lo trataron de “gamin”, de “bien muerto” y de “bandido” sin ninguna prueba. Pero igual lo mataron.
Sus asesinos no supieron que la protesta le permitió a Lucas recobrar su autoestima. Así como a otros la protesta les quitó el hambre. Ahora, gracias a los comedores comunitarios que diferentes puntos de resistencia han instalado, muchos jóvenes en Cali pueden comer tres veces al día.
En el fondo, estas protestas son un plebiscito contra el uribismo y sus dogmas estigmatizantes. Creen con razón, que se merecen nuevas narrativas que les devuelvan la esperanza en sus país. No son bobos, por 25 años han visto al uribismo manejar al país como su finca y saben que si no cambia de rumbo los pocos cambios sociales que se han hecho pueden revertirse. Saben también que por primera vez no están solos y que en las encuestas el apoyo al paro supera el 70%.
Ojalá los políticos y los medios estemos a la altura de esta generación que ya le dijo adiós al uribismo.
María Jimena Duzán es periodista y autora de Santos. Paradojas de la paz y del poder (Debate).
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