En la trinchera de Puerto Resistencia, el bastión insurrecto de Cali
Un barrio marginal de la ciudad colombiana donde más jóvenes han muerto en las protestas enfrenta a las fuerzas de seguridad
Lleva una señal de tráfico del revés a modo de escudo, una máscara antivapor que le prestó un amigo pintor y unas rodilleras de cuero y clavos remendadas con una máquina de coser. Hugo solo tiene 20 años, pero asegura que está dispuesto a morir esta noche por defender su barrio de la policía.
Se acaba un sándwich y toma posición en una de las barricadas de Puerto Rellena, un barrio pobre de la ciudad colombiana de Cali en el que se han registrado algunos de los enfrentamientos más duros entre policías y manifestantes, sobre todo durante la madrugada. “Aquí estamos día y noche. No van a pasar”, dice, y al abrir la boca deja ver un aparato de ortodoncia.
Cali, de 2,2 millones de habitantes, la tercera ciudad más grande de Colombia, ha protagonizado las protestas contra el Gobierno de Iván Duque. Es una ciudad con un potente tejido empresarial que en el último año, por ejemplo, tuvo la tasa más baja de homicidios de las últimas tres décadas. Pero también un sitio con una enorme desigualdad, donde se calcula que un cuarto de sus habitantes vive en la pobreza.
Ese es el mundo que les tocó a los vecinos de Puerto Rellena, que ahora se hace llamar Puerto Resistencia. El barrio está rodeado de barricadas y retenes. Se ha erigido como una pequeña república independiente donde ha desaparecido la presencia del Estado.
Todo empezó el 28 de abril, el primer día de paro nacional convocado para protestar contra la reforma tributaria promovida por el Gobierno. En medio de las protestas, un chico de 17 años, Marcelo Agredo, empujó a un policía motorizado. El agente se bajó del vehículo, persiguió durante unos metros a Agredo y le disparó dos veces por la espalda. Lo mató. Un rato después otro agente asesinó a Jeirson García, de 13 años. Eran dos adolescentes muy populares en el barrio. La mecha se prendió. Una turba echó a los antidisturbios con piedras y palos y quemó una pequeña comisaría. Desde entonces ellos mandan aquí.
Dure lo que dure hasta el regreso de las autoridades, Puerto Resistencia tiene vida propia. Hay asambleas donde se discute el futuro de la nación y hospitales improvisados para atender heridos. Los vendedores de fruta y bebidas pasean con sus tiendas móviles. Un predicador, subido a un pedestal, le grita a la multitud: “Llegó el tiempo de Dios. ¡Dios es fuerte!”. Las cifras sobre fallecidos en Cali son confusas. Algunas organizaciones sociales han documentado la muerte de siete jóvenes. Otras elevan la cifra a 22.
Francia Márquez, una activista medioambiental muy conocida por oponerse a las empresas mineras en Colombia, pasea despreocupada por Puerto Resistencia, sin los tres policías que la escoltan habitualmente: “Aquí los tendría que defender yo a ellos”. No le extraña que este se haya convertido en un foco contra las fuerzas de seguridad: “Los jóvenes no tienen ningún futuro, les han quitado todo. No tienen nada que perder”.
En el resto de Cali hay retenes improvisados donde arden hogueras. Se ha convertido en una ciudad fantasma. La gente tiene miedo a salir a la calle. Se pasan el día encerrados reenviando audios y vídeos de lo que ocurre afuera. Ha habido saqueos en bancos, comercios y supermercados. Ha ardido un hotel. El precio de la verdura y la fruta se ha multiplicado por 10. La gasolina escasea.
En una esquina, una muchedumbre desvalija una gasolinera en orden. Hay cuatro tipos que sacan el combustible directamente del pozo y llenan las botellas de refresco de los que esperan en fila. Un chico se acerca a una mujer que acaba de recibir un litro:
—¿Señora, de a cuánto?
—No, mi amor.
—Le doy 50.000. (Casi 11 euros, cuando el litro cuesta habitualmente 0,4 euros)
—No tiene precio.
—100.000—, insiste el joven.
—No, cariño.
En ese momento un señor con bigote, con aspecto de no haber roto un plato en su vida, cruza por delante de la gasolinera y saca una fotografía con el móvil. De inmediato los que rodean el pozo le persiguen y le quitan el teléfono. El hombre se va, resignado.
Unos metros arriba, más confusión. Dos hombres armados persiguen a otro por una avenida. Se para el tráfico. Los coches tratan de dar media vuelta a la desesperada. Cuando lo atrapan, los de las pistolas hablan con él unos segundos y después lo dejan ir. El perseguido suspira, pálido.
La policía, que ha reforzado la ciudad con 1.500 efectivos más, aparece de repente. En una gasolinera céntrica acaban de dispersar a la fuerza a otro grupo de saqueadores. “Abrimos y atendimos a la gente. Pero un man que quería más se enfadó y sacó un fierro (pistola). La bombera (la empleada que echa el combustible) corrió por allá lejos”, cuenta uno de los trabajadores. Entonces se quedó él solo al mando de las operaciones. “Les dije que no podían llevarse eso así. Una chispita que haga ahí y se van todos a la mierda. Me querían linchar”, dice, todavía con el susto en el cuerpo.
Empieza a oscurecer. Los pocos que hay en la calle se dan prisa para llegar a casa antes de que se haga de noche, cuando tiene lugar el grueso de los enfrentamientos. Hugo y los otros jóvenes que le acompañan ya deben haberse atrincherado en las barricadas, listos para el sacrificio.
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