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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

15-M: esperanzas frustradas

Diez años después, persiste la precariedad juvenil y la desconfianza en los partidos

El País
Imagen de la acampada de los indignados, en la Puerta del Sol, una semana después del 15M.
Imagen de la acampada de los indignados, en la Puerta del Sol, una semana después del 15M.David Ramos (Getty Images)

El décimo aniversario del 15-M debe servir a la sociedad española como sonoro recordatorio de que los problemas sociales que el emblemático movimiento colocó en la agenda política siguen vigentes. Algunos de ellos, desgraciadamente, incluso han empeorado. El fracaso de España al ofrecer un horizonte razonable de expectativas materiales y emocionales a la juventud es un hecho endémico difícil de explicar —imposible de comprender para quienes lo sufren—. Aunque es necesario alejarse de posiciones fatalistas o condescendientes, lo cierto es que tras diez años de cambios políticos profundos en el sistema, que acabaron con el bipartidismo y renovaron generacionalmente a toda la cúpula del poder político —incluida la Monarquía—, el país aún no se ha tomado en serio este desafío.

A pesar de que los reclamos de los indignados se articularon especialmente en torno a demandas de profundización democrática, su expresión generacional visibilizó la precariedad de una juventud muy marcada por la gran recesión de 2008. La crisis del coronavirus vuelve a golpear con especial crudeza sus expectativas. Si el 15-M hace diez años levantó acta del hecho de que los jóvenes vivirían peor que sus padres y de que la movilidad y el ascenso social resultaba muy difícil para ellos, la situación actual es en varios aspectos peor que entonces. Esta cicatriz se resume en que cuatro de cada diez jóvenes está desempleado; el resto, en gran parte, son subempleos o trabajos a tiempo parcial. Sus sueldos son más bajos que hace una década y el porcentaje de jóvenes que vive con sus padres tampoco ha dejado de crecer desde 2010. España no ha atendido adecuadamente esta lacra.

En el apartado del sistema de partidos sí se han producido cambios, aunque lamentablemente con un balance de conjunto insatisfactorio. El estallido del movimiento propició una transformación del marco político y la canalización de un descontento social, en su día encauzado institucionalmente sobre todo por Podemos y su líder Pablo Iglesias. Podemos promovió una nueva reflexión sobre la democracia y el deterioro de sus instituciones, y abrió la ventana de oportunidad para la entrada de otro partido en la escena nacional como Ciudadanos, más vinculado a las élites. La formación de Albert Rivera adoptó la bandera de la regeneración política, transparencia, y democracia interna de los partidos. Pero tanto él como Iglesias dirigieron sus formaciones con mano de hierro; aunque consiguieron exportar a las fuerzas políticas tradicionales mecanismos como elecciones primarias o dispositivos similares para la selección de sus élites, es dudoso que esos instrumentos hayan sido útiles en lo que se proponían, esto es, incrementar la calidad democrática de los mismos.

Ambos partidos han sido útiles para dar repercusión a malestares justificados, como la denuncia de procesos endogámicos de selección de élites, el tapón generacional que impedía el acceso a nuevos liderazgos, la parálisis de un sistema político ante el aumento de la desigualdad y de la extendida corrupción. Pero, desafortunadamente, se han logrado avances solo parciales en estas áreas.

A la vez, el sistema hoy está más polarizado, en parte por el cruce de caminos entre democracia y populismo que Podemos activó de forma irresponsable, y la incomprensible negativa de Rivera a ejercer como partido de centro. No solo: diez años después de la aparición de esa demanda de regeneración y nueva representación, el 90% de los españoles dice desconfiar de los partidos políticos, según el Eurobarómetro. Una señal muy grave.

El 15-M supuso un punto de inflexión en la vida política de este país. Pero el cambio que impulsó ha fallado, en gran medida, en la tarea de atender reivindicaciones legítimas. Hará bien el sistema en reconsiderar esos fallos, esa desconfianza hacia la política, ese abandono de las generaciones jóvenes. Por sentido de justicia hacia los más desfavorecidos y por el bien y la estabilidad del sistema.

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