Ni idea
Adoro escribir más que nada en el mundo, pero retraso el momento de ponerme a ello por el pánico de no estar a la altura
Hay alimentos que gustan a la boca, pero que disgustan al estómago. La boca y el estómago, dado que pertenecen al mismo sistema, deberían estar de acuerdo. Pero no es así. Mi boca prefiere la cocina especiada, muy picante, a la que mi estómago se opone porque le hace mal. A mi boca le gusta celebrar la caída de la tarde con un gin-tonic que provoca ardores a mi estómago. Son solo unas muestras entre las muchas que podría citar. Y ahí estoy yo, en medio de los dos, de mi boca y de mi estómago, como un juez, tratando de decidir a quién doy la razón. ¿Soy un juez imparcial? Pues sí, ya que tanto mi boca como mi estómago me pertenecen (o yo pertenezco a ellos, no lo sé), de modo que procuro que alcancen convenios útiles para ambos. En tiempos fui enlace sindical y me tocó negociar convenios con la empresa en la que trabajaba. Ninguna de aquellas negociaciones fue tan dura como a las que asisto ahora, en calidad de árbitro, entre mi boca y mi estómago.
Estoy dividido también desde el punto de vista del pensamiento. Así, me engolfo en libros que debería rechazar y pospongo con frecuencia la lectura de aquellos de los que recibiría innumerables beneficios intelectuales. Cultivo más las amistades ingratas que las cómodas, lo que me trae a la memoria aquel verso de Vicente Aleixandre: “Amé a quienes no quise y desamé a quien tuve”. ¿O era al revés?: “Amé a quienes no tuve y desamé a quien quise”. Lo cierto es que la incompatibilidad ya descrita entre mi boca y mi estómago parece una metáfora de los desacuerdos que me constituyen. Adoro, por ejemplo, escribir más que nada en el mundo, pero retraso el momento de ponerme a ello por el pánico de no estar a la altura. ¿A la altura de mi estómago o a la de mi boca? Lo ignoro.