Hace un año empezamos a ser supervivientes
Miles de personas dejaron de estar vivas a ojos de los demás doblando una esquina, la mayoría por su propio pie
Hace un año me llamó Willy para decirme que no podía salir tal y como estaba un reportaje mío titulado Las vidas apagadas por la pandemia porque había incluido a una mujer en coma irreversible. Yo aclaraba eso en el artículo, no soy tan cafre, pero en el fondo sabía que no estaba bien. Discutimos (sólo discuto cuando no tengo razón; tenerla y discutirla me parece antiestético) y acabé rehaciendo la pieza. Al día siguiente la hija me llamó para decirme que su madre había fallecido y aprendí algo impresionante: entre el cierre de una edición y la muerte, gana el cierre. También hace un año me llamó Luis para contarme que había muerto el padre de uno de sus mejores amigos porque se negó a ir al hospital al entender que, ante el colapso, era mejor que se atendiese a gente de menos edad; no lo hizo pensando que iba a morir, sino como uno de esos gestos de dignidad que retratan a un hombre cuando, además de venirle mal dadas a él, le vienen mal dadas a los demás. El otro día Emma me dejó tres libros en una librería para que se los firmase, y como llevaba muchísimos años sin saber nada de ella (publicar libros es como tirar bengalas), le escribí para saber qué tal estaba. Hace un año, me respondió, se encerró en la aldea de sus padres; desde entonces la operaron de urgencia del corazón porque dejó de circularle la sangre por el lado izquierdo y casi tienen que cortarle el brazo; sufrió una depresión durísima mientras su padre se deterioraba en casa y en casa, irreconocible, terminó muriendo. Hace un año escribí que la muerte de mi abuela en febrero había sido una buena noticia. También hace un año visité un psiquiátrico en Madrid y la directora me contó que un paciente que siempre avisa del fin del mundo dijo, tras ver en el telediario París y Londres cerradas sin un alma en la calle y los cuerpos amontonados en las morgues de Nueva York: “Y ahora quién es el loco”. Hace un año María escribía una obra de teatro titulada I’m a survivor para que la protagonizasen su padre, Bernardo San Miguel, y ella; Bernardo había sobrevivido a tres cánceres y una depresión, y le estaba ganando el pulso al virus cuando recayó y murió. Su hija se subió al escenario con su madre, María José, y la obra se estrenó hace un mes; al acabar tomamos una cerveza y reímos y recordamos: recordamos cómo hace un año traficábamos con contactos dentro los hospitales para que nos dijesen cómo estaban nuestros familiares, intentábamos meter un teléfono o conseguir el número de una enfermera para que nos pusiese un momento a nuestro padre, y nos despedíamos sin saber si estábamos despidiéndonos de verdad o no, nos pasábamos fotos de recién nacidos o de niños que habían aprendido a andar o a hablar, y yo conté cómo en la calle Hortaleza de Madrid, en mi primer paseo, un anciano estaba en la calle llorando mirando a una ventana desde la que se asomaba su nieta, y cómo a Bernardo Carabaño un día le empezó a doler la cabeza, fue al hospital con su hijo y no volvió, y su mujer no pudo ver el cuerpo ni enterrarlo ni nada; sus hijos fueron al cementerio y tuvieron que quedarse en la puerta, despidiendo la caja cuando doblaba la esquina porque miles de personas dejaron de estar vivas a ojos de los demás así, doblando una esquina, la mayoría por su propio pie. Cómo, hace un año, la gente salía de su casa y no se volvía a saber nada de ella, y por eso muchos no quisieron salir y se murieron dentro, y otros salieron pensando que iban a volver y no volvieron, y caminando de vuelta esa noche le dije a mi novia que aún no teníamos ni puta idea de lo que había pasado hace un año, que quizá no la tendríamos nunca, que habíamos normalizado cientos de muertes diarias un año después y que aún faltaba la ola de la locura, la depresión y la ansiedad porque quien sobrevive una vez a algo así es superviviente siempre, con todo lo bueno y lo malo que tiene eso, más bueno que malo, o eso intentaremos los que quedamos.
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