Las malas buenas noticias
Al desdén de los países que anteponen la economía a las vidas, respondemos como si la sanación de los ancianos contagiados fuese una forma de homenaje, no una necesidad
El mejor día de 2020 fue el día que murió mi abuela. Si Michi Panero salió a la calle a gritar “éramos tan felices” cuando se enteró de la muerte de su padre, yo debería salir ahora gritando “éramos tan felices” pensando en el funeral de ella. Pero entonces no lo sabía.
Una de las propiedades de la pandemia es la distorsión de la realidad hasta hacer temblar, y derrumbar, creencias fundamentales, como el recuerdo triste de un luto. Mi abuela murió el 21 de enero tras un célebre amago un año antes, cuando se dejó ir en el hospital sin querer comer y todos nos despedimos de ella, resignados, mientras contábamos por ahí que no haríamos nada esos días, abortando planes ya cerrados. Recibimos pésames y palabras de cariño. Al final mi abuela no murió y a mí se me caía la cara de vergüenza. Volví a Madrid y, en una estrategia imperdonable, no dije nada; nunca dejes de desmentir la muerte de alguien que no ha muerto: es casi seguro que lo volverá a hacer.
Vivió un año más, vio mucho a sus nietos, vio televisión a todas horas, salía de vez en cuando a tomar el sol (yo le pedía que no se dejase ver). Era una mujer, en los términos de pragmatismo económico que imperan en varios países del norte de Europa, improductiva. No se valía por sí misma, tenía 86 años, llevaba 20 sin caminar y siempre tenía que estar alguien con ella. En los términos sociales que imperan en el Norte, en el Sur y en todas partes, era una señora mayor cuya presencia aseguraba quiénes éramos y de dónde veníamos, la última de su generación aquí, alguien que recordaba lo que nadie podía recordar. No queda ya en nuestra familia alguien que haya vivido una guerra y una posguerra. Para muchas casas la desaparición de su último abuelo es la desaparición de la última persona de la familia que pasó hambre, con lo arriesgado que es eso. Hay lugares del planeta en los que la muerte del único anciano es la muerte de una lengua y una cultura. Cuando escucho de una persona decir que su abuelo hizo mucho por ella, pienso en cómo sabe que no lo sigue haciendo ahora, o incluso después.
Al desdén de Gobiernos que calculan, asumiéndolos, números de muertos con menos dolor que números de parados, se les responde desde España, Italia o Portugal con la deuda que tenemos con nuestros mayores, a sus servicios prestados, a todo aquello que fueron e hicieron por nosotros. Pero se elude el presente de tal forma que pareciera que su sanación fuese una forma de homenaje, no una necesidad. Da la falsa impresión de que curarlos se debe al resultado de una facturación previa, un detallado cálculo moral para llegar a la conclusión de que, efectivamente, merecen ser intubados. Hay cosas en la vida que se tienen que hacer porque sí; hay cosas en la vida que tener que defenderlas ya debería dar vergüenza.
Mi abuela fue enterrada con su velatorio y su funeral llenos de gente que la quiso. No faltó ni la tía abuela de 90 años que se acercó a preguntarme si ya había escrito la “nota” en el periódico, porque yo fui corresponsal de ese pueblo y en los pueblos un periodista es un campanario. No me quiero ni imaginar a mi abuela dependiente y al borde de la muerte estos días viendo la televisión sola y aislada. Tuvimos la suerte que le está faltando a miles de personas. El día que la enterramos fue un gran día pero no lo sabíamos y nadie, nunca, debería saber algo así. Para atenderla ni siquiera tuvo que arriesgar su salud el puñado de mileuristas que hoy está en los hospitales salvando el mundo, otra vez, sin cobrar horas extra.
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