Las vidas apagadas por la pandemia
EL PAÍS pone nombre y apellidos a cinco víctimas del coronavirus en las peores semanas de la historia reciente de España
El último balance difundido este sábado por el Gobierno eleva ya a 1.351 el número de fallecidos por el nuevo coronavirus en España. Vidas que, en la mayoría de los casos, no pudieron ni despedirse de sus familias por las medidas de aislamiento contra la pandemia. Son los nombres y apellidos que hay detrás de los números.
Claudia Parra Bonilla, 59 años
Profesión: Auxiliar de enfermería
Murió el 11 de marzo
En la catedral de Colonia hay un triple relicario dorado, el más grande de Occidente, llamado Relicario de los Reyes porque en él se supone que están enterrados los Tres Sabios, conocidos en España como Reyes Magos. Hace años visitó el lugar Claudia Parra Bonilla en una excursión organizada por la parroquia de Arroyo de la Luz (Cáceres), y volvió tan emocionada por la historia que le dijo a los niños de su catequesis que había conocido la tumba de los Reyes Magos. En su afán por hacerles ver que los Reyes existían, se pasó de frenada. “Había que ver las caras de aquellos niños: ¿pero se han muerto? Pero esa era ella, espontánea, natural”, contó el sacerdote del pueblo, don Juan Manuel, en un vídeo colgado en el Facebook de la parroquia. Allí publica misas, novenas y unos responsos en los que aborda desde cómo cocinar huevos con cebolleja a anécdotas de los vecinos.
Don Juan Manuel era uno de los mejores amigos de Claudia Parra, una auxiliar de enfermería de 59 años a la que una cardiopatía diagnosticada hace dos años obligó a dejar su trabajo; ahora trabajaba por las tardes en la biblioteca. Era una mujer muy religiosa que dio catequesis casi 20 años. Era refranera (“tu pregonas aceite y vendes vinagre” era su favorito, pero tenía dichos “para parar a un tren”, como recuerda el sacerdote a EL PAÍS) sociable, golosa (un drama, porque era diabética) y cariñosa, y pasó por un momento amarguísimo cuando sus padres murieron en muy corto período de tiempo. “Fue salvadora de vidas”, llora don Juan Manuel, recordando que su muerte por Covid-19, primera en Extremadura, pondrá a todo el mundo más en guardia. Según contó el diario Hoy, se cree que se contagió en un viaje a Sevilla realizado a finales de febrero para ver el Circo del Sol.
Alejandro Ruiz de Quero, 86 años
Profesión: 'Maître'
Murió el 13 de marzo
“Siempre estás mirando más allá, loco”, dice la voz del rapero Cristian Brawler, una de las figuras más representativas de la escena urbana salida de Torrejón de Ardoz (Madrid). Su videoclip Hoy se abre con esa frase y el primer plano de un hombre mayor, con unas cejas blancas, frondosas y disparatadas, y el gesto divertido. Bebe una infusión en una habitación de residencia. El plano luego se traslada a Cristian. “Yo, yo quiero hacer de todo contigo, sobre todo camino. / Llámame loco, pero loca, dímelo al oído, / y con esa boca que me tiene tan ido”. Alejandro Ruiz de Quero sabe lo que es hacer todo por amor, sobre todo caminar. Conoció a su mujer, Paula, en una fiesta de la Embajada argentina en Alemania. Y recorrieron Francia y Bélgica porque él, que había emigrado desde Porcuna, el pueblito de Jaén en el que nació, se convirtió en maître de éxito de varios restaurantes en el extranjero. Volvieron juntos a España, donde Alejandro se reconvirtió en funcionario de Correos. Su mujer enfermó, hubo que ingresarla en una residencia y Alejandro se plantó: él ingresaba con ella. No tenían a nadie que les cuidase salvo el uno al otro. Paula murió en 2011.
Alejandro era libre para volver a su casa y recuperar la libertad de la calle. Pero anunció en la residencia Amavir de Torrejón que su familia estaba allí: las enfermeras, decía, eran sus “nietas”. “Él era un hombre afable, servicial, atentísimo siempre”, dice Susana Pompa, directora del centro. Cristian Brawler lo recuerda por su buen humor: siempre estaba haciendo bromas. Fue la novia de Cristian la que le habló de él. Era ideal para el vídeo. Ahí sale, en 2018, inmortalizado en un tema de rap en el que Cristian canta: “Ese rollo de terminar el día y no saber cuántos han sido / no tengo miedo, yo ya he perdido”.
Aurora Ríos, 87 años
Profesión: Labores del campo
Murió el 18 de marzo
¿Quién contagió a Aurora Ríos? Nadie se lo explica en Fermoselle, Zamora, un pueblo entre el río Duero y el Tormes. Aurora tenía 87 años y salió tres veces de su pueblo (Valencia, Barcelona y Fátima, éste último viaje hace tres años); en Fermoselle se dedicó siempre al trabajo del campo: viñedos y olivos. Y a su huerto, que daba tomates, pimientos, ajos, y a la leche de cabra que ofrecía a los vecinos. Su marido, Ángel, falleció hace ocho años y la reclusión de Aurora se había incrementado, si bien todos los días iba a comer a casa de una de sus hijas. Vivía sola, fue siempre una mujer independiente y se decía de sí misma “la más tonta de Fermoselle” no por ignorancia, sino por su facilidad de trato, su carácter sencillo que aceptaba todo. Era una mujer lectora que en los últimos años, debido a la vista y el cansancio, se refugiaba en revistas de toda clase, desde recetas hasta trucos del hogar. Esa vida tan sencilla y discreta en un lugar apacible y con encanto ha tenido un final explosivo.
El relato que ofrece el nieto político de Aurora, José Luis Pascual, marido de su nieta Rocío, es desalentador. “Hace 15 días celebraba su cumpleaños comiendo como una lima”, cuenta. El sábado 7 de marzo amaneció con síntomas de coronavirus; la familia llamó al médico y este le dijo que pasase por consulta el lunes. “¡No podemos ir!”, respondieron. El médico fue a casa y les dijo, tras echarle un vistazo, que no tenía coronavirus. Aurora empeoró y en una ambulancia sin protección, rodeada de enfermeros, fue llevada al hospital de Zamora, donde pese a los avisos de la familia fue instalada en un cuarto compartido. Por allí pasaba todo el mundo, denuncia la familia. Cuando se le hizo la prueba, fue aislada una planta para ella. Murió sola y sin despedidas. Nadie comprende cómo se contagió Aurora Ríos pero sí se sabe que pudo transmitir la enfermedad a muchas personas. En el pueblo, donde operarios cubiertos con un traje blanco y mascarilla han desinfectado calles y comercios, los vecinos están escandalizados: nadie sabe cómo pudo llegar el coronavirus al lugar.
Miguel Sánchez Fernández, 77 años
Profesión: operario de la Seat
Murió el domingo 15 de marzo
Miguel Sánchez Fernández se fue con 15 años del pueblo, Santa Eufemia del Valle de los Pedroches, en Córdoba, a Barcelona. A vivir con su tía y buscar un futuro que conoció pronto por su capacidad de trabajo en la fábrica de Seat. Pudo comprarse pronto su primer piso. Su tía de Barcelona y sus padres agricultores desde Córdoba insistieron en que no viviese solo. “No hizo caso”, cuenta su hermana pequeña y tutora judicial, Maricruz Sánchez. Miguel era esquizofrénico, una enfermedad de la que solo se trató cuando no había más remedio. “Como no le dolía nada, no aceptaba estar enfermo. E hizo barbaridades”, reconoce. Era ahorrador, reservado y educado; se arreglaba, se peinaba, se vestía bien. Y hecho todo, se aislaba. “Era un hombre muy bueno, yo lo quería muchísimo”, dice Maricruz Sánchez al teléfono.
Recibió la incapacidad permanente e iba a ser alojado en una residencia en Barcelona, pero su hermana actuó: para que esté en Barcelona solo, está en casa conmigo. Solo pudo aguantar cuatro años. “No se quería tratar y hubo dos episodios… No era él, no era mi hermano, se podía volver muy agresivo contra sus seres queridos”. Miguel terminó encontrando la paz en la residencia Monte Hermoso de Madrid. La paz y la tumba. “Se sentaba a ver la televisión, paseaba por el jardín. La gente lo quería y le hablaba, y si le hablaban él respondía. Si no, ya difícil. Aunque a veces, de repente, se ponía a cantar”. El 6 de marzo su hermana lo fue a buscar y se fueron juntos a pasear por la Gran Vía y a comer un chocolate. “Fue una negligencia. Estaba perfecto de corazón y pulmones. El 8 cerraron la residencia. El 11 me dice que tosió sangre. El 12 le duele la garganta, y le dieron paracetamol. El 13 me dice que le falta aire y le dolía todo el cuerpo. El 14 el doctor me dice que le van a poner oxígeno y a llevarlo al hospital. El 15 amaneció muerto. No pude verlo nunca más desde nuestro paseo, hicimos los papeles con la funeraria en la puerta del Clínico. El 17 lo incineraron; solas mi hija y yo”.
Victoriano Campos Morro, 94 años
Profesión: Sillero
Murió el 16 de marzo
Victoriano Campos Morro tenía unas manos privilegiadas de las que vivió siempre; fue sillero, y llegó a fabricarse su propio torno en casa. Vivía solo a los 94 años y se encontraba tan bien que no faltaba a su cita de Nochevieja con otros amigos para ir a disfrutarla a otras ciudades, porque le encantaba viajar. En los últimos tiempos se hizo un chaleco para él y un baúl de mimbre que regaló a su nieta, Laura Campos. Ella y su hermano Miguel Ángel hablan de él con emoción. Nació en San Vicente de Alcántara, Badajoz, y allí se casó con su mujer Celestina; tuvo con ella tres hijos, que le dieron ocho nietos. La familia se vino a Madrid, donde vivió en Atocha, pero se instaló definitivamente en Alcorcón. Vivió de niño una guerra civil, tuvo de anciano un cáncer durísimo de estómago y luego un ictus. Lo superó todo, también la muerte de su esposa hace muchos años. “Era duro, muy duro, fuerte”, recuerda su nieta Laura.
El sábado 7 de marzo entró en Urgencias en el Hospital Universitario Fundación de Alcorcón por una infección bacteriana y allí se contagió de coronavirus. Su nieta lo llamaba llorando y él imploraba a las enfermeras: “Por favor, yo me quiero despedir de mis hijos, de mis nietos; si no vienen, sedadme ya”. El sábado 14, de forma excepcional, Laura y su padre se pusieron unos trajes especiales y entraron en la habitación de Victoriano. Les dijeron que serían los últimos en España en poder despedirse de un familiar. Fue el sábado al mediodía. Hablaron y hablaron. Laura recuerda lo que respondió su abuelo cuando le contó cómo estaba el país ahí fuera, y cómo estaba el mundo entero. “La que nos ha caído”, dijo. Se hizo de día, era domingo. “Nos teníamos que marchar. Los trajes duran lo que duran, pierden eficacia. Le dijimos que nos teníamos que ir. Le contamos cómo estaba España, toda la gente confinada, con falta de material, y que se necesitaban los trajes para curar a otros abuelitos”. De repente una vida de fuerza y estoicismo se derrumbó en sus últimas horas. No quería que lo dejasen, no quería morir solo. “Fue la única vez en mi vida que le escuché una queja: ‘Qué malito estoy’, dijo”.
Carmen Calvo Fresno, 86 años, en paliativos.
Esa mujer que se encuentra aislada en la cama de una habitación de la residencia Monte Hermoso no recuerda su nombre, ni si tiene familia, ni si está viva, que lo está. Estas son sus últimas horas. Es una mujer que tuvo una vida complicada y un matrimonio lleno de altibajos y, sin embargo, fue feliz a su manera e incluso se dio el lujo sentirse libre y serlo. Se llama Carmen Calvo Fresno pero siempre fue Carmela. Nació en Meco, un pueblito pegado a Alcalá de Henares (Madrid) que da nombre a una cárcel famosa, la de Alcalá-Meco. Allí se casó y tuvo cinco hijos, y de allí se fue la familia a Madrid. Su marido vivió de negocios delicados que les ocasionaron algunos problemas y ella, en los años ochenta, decidió montar una tienda, Tábata, en la calle de Guzmán el Bueno. Era una boutique de ropa moderna, un comercio atrevido como ella que, después de la Transición, se puso a vestir jipi y alegre; la tienda dio de comer durante un tiempo a sus cinco hijos.
Le gustaba pintar. “Es una madre muy cariñosa, muy afectiva. Tiene la educación de las madres de antes: su preocupación siempre fue que comieses bien”, dice su hija Rosana Castillo. Rosana recibió la tutela judicial de su madre hace años porque Carmela fue diagnosticada, ya de vuelta en Meco, de alzhéimer. Tenía solo 70 años y empezó a olvidarlo todo poco a poco. Ingresó en la residencia Monte Hermoso de Madrid. 16 años después del diagnóstico, en la residencia se congratulaban de que Carmela viviese tanto. Hasta que llegó el bicho. Su hija pidió que ya no la sacasen de la residencia y que le diesen cuidados paliativos hasta el final. “Mi madre ya no hablaba. No recuerdo la última vez que me reconoció. Fue hace muchos años”, dice Rosana. “Era una mujer muy alegre y a pesar de las dificultades económicas y de las tristezas, siempre nos dio felicidad. Pocas veces la vi enfadada y pocas veces la vi triste”.
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