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¿Quién teme a la Biología Sintética?

Ante ideas disruptivas, oscilamos entre el entusiasmo y el rechazo y parecería preferible que la toma de decisiones tuviera al menos en cuenta los análisis que provienen de la ciencia

Pere Puigdomènech
Una mujer de 88 años recibe la primera dosis de la vacuna de Pfizer, en Pamplona, este martes.
Una mujer de 88 años recibe la primera dosis de la vacuna de Pfizer, en Pamplona, este martes.Alvaro Barrientos (AP)

La Biología ha experimentado un crecimiento extraordinario en los últimos decenios desde los ámbitos más íntimos hasta los más generales. Vamos conociendo el funcionamiento de los organismos vivos en sus detalles moleculares y atómicos y desarrollamos métodos para entender la dinámica de las poblaciones y sus interacciones a nivel más amplio. Queremos entender cómo la vida ha ido evolucionando a nivel planetario si no más allá del sistema solar, pero también los detalles más precisos que dan lugar al desencadenamiento de las enfermedades. Gracias a ello entendemos cada día mejor el entorno en el que habitamos y tratamos de aplicar lo que sabemos para resolver aquellos problemas que nos afectan como seres vivos. El ejemplo más reciente es el de los tratamientos y las vacunas que diseñamos para que la pesadilla producida por la covid-19 se aleje. Para ello utilizamos, lógicamente, el mejor conocimiento posible. Las vacunas que se han comenzado a aplicar a la población son el mejor ejemplo de lo que denominamos Biología sintética: agentes con actividad biológica diseñados y producidos en el laboratorio para que realicen la función que deseamos en la forma lo más efectiva posible.

Lo que no puedo crear no lo entiendo, es el título de un libro del físico Richard Feynman y la Biología moderna ha ido siguiendo esta propuesta. Con el desarrollo de la genómica y las técnicas de lo que se ha llamado la ingeniería genética se ha ido demostrando que era posible, por ejemplo, que organismos sencillos funcionaran con genomas sintetizados en el laboratorio. Existen esfuerzos internacionales para sintetizar los cromosomas de la levadura diseñando su estructura y, si es posible, para mejorarla. Estos y muchos otros trabajos han llevado a algunos investigadores a afirmar que la Biología sintética es la llave para la solución de problemas médicos, de medio ambiente, para la producción de combustibles o de alimentos. Se habla incluso de desarrollar una ecología sintética para remodelar el planeta en su conjunto. Como suele ocurrir con las disciplinas emergentes, el entusiasmo lleva a hacer propuestas que pueden tardar en cumplirse. Se generan reacciones de quienes ven ante todo los peligros que pueden desencadenar las nuevas tecnologías, sobre todo si se trata de modificar organismos vivos. Aparecen informes y declaraciones que apelan a la precaución.

Sin embargo con las vacunas contra el virus Sars-Cov2 parece que las llamadas a la precaución se hayan desvanecido. Las vacunas de Biointech-Pfizer y de Moderna son ARN mensajeros modificados en el laboratorio para incrementar la eficiencia en la producción de la proteína del virus que desencadena la inmunización. En los casos de la Universidad de Oxford-AstraZeneca, del Instituto Gamaleya o de Janssen son virus humanos o de chimpancé modificados para que no se reproduzcan, pero dirijan la producción de la proteína viral. Son ejemplos claros de Biología sintética que estamos administrando a millones de ciudadanos, ya que han demostrado su falta de efectos adversos y su eficacia. Pero tenemos otros ejemplos en los que la reacción es contraria. En los años noventa se declaró una enfermedad viral en las papayas de Hawái que diezmó la producción de esta fruta. Un profesor de la Universidad de Cornell modificó la papaya de forma que se interfería con el virus y desde 1998 vuelve a haber papayas cultivadas en Hawái algo que en Europa ahora por ahora sería imposible por la oposición existente a las modificaciones genéticas. Una reciente tribuna en el diario francés Le Monde se sorprendía de que lo que es válido para usar en humanos parece que sea peligroso para una papaya o una remolacha.

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La investigación científica la emprendemos por nuestra necesidad de comprender el mundo en el que vivimos y para que ayude a resolver problemas cuando estos se presentan. Para intentar sacar el mejor partido de todo ello, extrayendo beneficios y minimizando riesgos nos hemos dotado de reglas en cuya definición Europa ha estado especialmente activa. Implican la forma como realizamos experimentos, como permitimos que un organismo modificado genéticamente se use de forma confinada o llegue al medio ambiente o cómo autorizamos un medicamento. Algunas han sido aprobadas hace más de 20 años, como una discutida directiva de 1998 que regula las patentes biotecnológicas, y a menudo no están adaptadas a las circunstancias actuales. En los últimos decenios hemos acumulado una enorme riqueza de información y de metodologías de estudio y de intervención en los organismos vivos. Ante ideas disruptivas, oscilamos entre el entusiasmo y el rechazo y parecería preferible que la toma de decisiones tuviera al menos en cuenta los análisis que provienen de la ciencia. Cuando el problema es grave como el que plantea la actual pandemia lógicamente utilizamos la mejor solución que se nos ofrece aunque provenga de una Biología sintética radical. De todas las crisis hay lecciones que tenemos que aprender.

Pere Puigdomènech es profesor de Investigación del CSIC.

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