Reforma inclusiva y transparente
Hay que evitar la opacidad en los cambios para reforzar la confianza en la Corona
En su última conferencia de prensa de 2020, el presidente Pedro Sánchez aseguró que el Gobierno, de la mano de Felipe VI, está trabajando en una “hoja de ruta” para la modernización de la Corona, una “Monarquía constitucional del siglo XXI”, caracterizada por la transparencia y la ejemplaridad. No mucho más se ha sabido desde entonces acerca de esa iniciativa, más allá de que el Gobierno no se plantea aprobar una ley de la Corona para evitar que la tramitación parlamentaria se convierta en un debate sobre monarquía o república. Esta cautela tiene argumentos de peso. Un debate de ese tipo sacudiría el amplio consenso constitucional que ha proporcionado estabilidad y progreso a España sin que haya viso ninguno de que pueda ser sustituido por otro igual de amplio. El resultado sería polarizar aún más una sociedad que, en cambio, necesita urgentemente grandes acuerdos para superar los extraordinarios retos que afronta. Por supuesto, resulta legítimo mantener la reivindicación republicana. Pero en estas condiciones es irresponsable, sobre todo desde ámbitos de Gobierno, utilizarla por mero interés partidista —promoviendo comisiones de investigación o alentando la polémica pública— para desgastar una institución que no necesita ni tiene recambio viable en el horizonte previsible.
Asentadas estas premisas, ni el inmovilismo ni las dilaciones excesivas son una alternativa sabia para las reformas que se plantean. Ignorar el grave daño que las informaciones sobre el patrimonio en el extranjero del rey emérito causan a la Monarquía es prestarle un flaco servicio. Juan Carlos I tiene derecho a la presunción de inocencia. Y ni siquiera ha sido encausado. Pero los hechos acreditados —entre otros, un fraude fiscal reconocido— están muy lejos del comportamiento ejemplar que cabe esperar de un jefe de Estado. La responsabilidad de lo sucedido es individual. Cuestiona, eso sí, un sistema que ha permitido que se produjeran hechos tan graves al amparo de la inviolabilidad que otorga la Constitución al monarca. Esta es una de las debilidades que conviene atajar en aras de la estabilidad de las instituciones.
Los objetivos, pues, son varios, así como su grado de dificultad: acotar la inviolabilidad a aquellas conductas relacionadas con su actividad como jefe de Estado —convendría hacerlo también teniendo en cuenta cómo se regula este hecho en el resto de Europa, tanto monarquías como repúblicas—; reforzar la transparencia sobre las actividades y el patrimonio de los miembros de la familia real; regular el control y la rendición de cuentas del presupuesto que las Cortes ponen a disposición de la Casa del Rey; acabar con la discriminación de la mujer en la sucesión de la Corona.
La misión es compleja. Muchos juristas consideran que el acotamiento de la inviolabilidad requiere el procedimiento agravado de reforma de la Constitución, que implica entre otras cosas la disolución de las Cámaras y un referéndum. Si esta fuera la única vía, no es aconsejable impulsarla en el momento político actual. Pero otros juristas sí creen que es posible actuar por vía legislativa. Todas las posibilidades deberían explorarse para ello. El Gobierno dispone del Consejo de Estado, el órgano más solvente para asesorarle en esta materia.
Por otra parte, el proceso no puede ignorar a las fuerzas con representación parlamentaria, más allá del natural diálogo entre La Moncloa y La Zarzuela. Cualquier cambio que afecte a la Corona debe contar con el máximo consenso y, desde luego, con el imprescindible apoyo del PP, el primer partido de la oposición. Todo ello debería hacerse, además, con transparencia. Aunque España afronte unas urgencias sanitarias y económicas que son de prioridad absoluta, estas reformas no deberían posponerse en demasía. La confianza en las instituciones es la clave de bóveda de todo.
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