Una ley para reforzar la calidad democrática de la Monarquía
La inviolabilidad del Rey y el orden de sucesión al trono requieren un cambio constitucional que ahora es misión imposible. Pero se pueden regular el estatuto jurídico y los controles a la familia real
En 2020 la Corona ha vivido en nuestro país su particular annus horribilis. Los escándalos vinculados a ciertas conductas privadas del rey emérito trajeron consigo la apertura de distintas diligencias judiciales que dieron pie a su salida de España el pasado verano. Al desconcierto inicial causado por el desconocimiento del paradero del emérito ha venido a sumarse el malestar derivado del goteo continuo de informaciones sobre nuevas irregularidades que ha culminado con su solicitud de acogerse a la amnistía fiscal.
La imagen escasamente edificante de este modo de proceder por parte de quien ocupó la Jefatura del Estado durante casi cuatro décadas ha provocado un serio recrudecimiento de la polémica en torno a la institución de la Corona. En el extremo más radical, ERC y Unidas Podemos han reiterado la necesidad de la abolición de la Monarquía, en tanto que institución caduca y (presuntamente) antidemocrática. Igualmente críticos, pero haciendo gala de un talante más posibilista, Más País y Compromís han presentado sendas proposiciones de ley. La primera ha sido rechazada por la Mesa del Congreso y la segunda está pendiente de admisión a trámite. Ambas están orientadas a eliminar la inviolabilidad de los actos privados del Rey y su sometimiento a control jurisdiccional bajo un régimen de aforamiento similar al que en la actualidad protege al emérito y otros miembros de la familia real. Por su parte, tras el mensaje navideño de Felipe VI, el presidente Sánchez puso de manifiesto la voluntad del Ejecutivo de trabajar en una ley de la Corona para profundizar su modernización. Ahora, sin embargo, esa intención se ha desvanecido para limitarse a la puesta en marcha de “iniciativas puntuales”. La imposibilidad de circunscribir el debate parlamentario al marco de la mejora institucional sin dar paso a la discusión sobre la permanencia de la Monarquía ha operado como factor decisivo para el cambio operado en el guion gubernamental.
Truncadas las expectativas iniciales, sin embargo, cabe preguntarse sobre la pertinencia de una ley de la Corona y sobre sus posibles contenidos. Para responder a la primera cuestión es necesario tener en cuenta dos aspectos fundamentales. En primer lugar, recordemos que aunque nuestra Constitución dedica a la Jefatura del Estado todo un Título —el II— lo hace en términos muy parcos, mostrando importantes lagunas que requieren ser colmadas en la práctica. Junto a ello, incorpora ciertas previsiones cuyo contenido debería reformularse en unos términos más acordes con el actual Estado democrático. Es el caso, por centrarnos en dos aspectos esenciales que centran la discusión, de la inviolabilidad de la persona del Rey, que le exime en términos absolutos de toda responsabilidad por las conductas privadas durante su mandato. Así se desprende de la dicción literal de la Constitución (artículo 56.3) y también de la interpretación mantenida por recientes resoluciones del Tribunal Constitucional.
Un segundo elemento necesitado de modificación es el relativo al orden de sucesión al trono (artículo 57.3), que ignora las exigencias básicas del principio de igualdad al establecer la regla de preferencia del varón en detrimento del criterio de la primogenitura.
Regular de forma más estricta la prerrogativa de la inviolabilidad regia, limitando sustancialmente el espacio de actuación privada que la misma protege y, asimismo, eliminar la actual discriminación en la determinación de la condición de heredero se afirman, pues, como actuaciones prioritarias cuya plasmación efectiva requeriría en términos jurídicos acudir a la revisión de la Constitución. Atendiendo al complicado panorama político existente en España, tal vía se muestra en términos prácticos como misión imposible, puesto que la modificación del Título II requiere la activación de un procedimiento extraordinariamente complejo caracterizado por un nivel reforzado de consenso en sus distintas fases: mayorías parlamentarias de dos tercios y aprobación definitiva del nuevo texto en referéndum.
Una hipotética ley de la Corona cuenta, pues, con límites materiales infranqueables que escapan a su ámbito de competencia. Pero, identificadas dichas líneas rojas, es tarea necesaria establecer una adecuada regulación de otras importantes cuestiones actualmente desprovistas de la misma o cuyo tratamiento aparece recogido en normas de escaso rango jurídico (reales decretos), a saber: definir con claridad el estatuto jurídico de la familia real y sus integrantes, desgranar las funciones que corresponden al heredero a la Corona o definir el rol de los cónyuges.
Otra parcela especialmente necesitada de específicas previsiones es la referida a las actividades privadas del Monarca y sus parientes, incluidos también los no comprendidos en el concepto restringido de familia real. Lograr que las exigencias derivadas de los principios de ejemplaridad, ética pública y rendición de cuentas que la ciudadanía reclama a la Corona dejen de ser un mero desiderátum para convertirse en realidad tangible se erige en un objetivo primordial para cualquier iniciativa reguladora. Con la finalidad de evitar conflictos de intereses que interfieran en la posición de neutralidad institucional que corresponde al jefe del Estado, pero también a su entorno familiar, debería establecerse un severo régimen de incompatibilidades para el desarrollo de actividades de contenido económico y de índole patrimonial. En esta línea, la necesidad de rendir cuentas requiere una aplicación más incisiva del principio de transparencia, que en la actualidad tan solo alcanza a la asignación presupuestaria recibida por la Casa Real. No resulta aceptable —y las peripecias del rey emérito lo dejan claramente en evidencia— mantener la actual opacidad en torno a los bienes y el patrimonio del Monarca y sus parientes. Es imprescindible someterlos, como sucede en las monarquías de nuestro entorno, a periódicas auditorías públicas. Y lo mismo cabe afirmar en relación con otros actos privados, como los viajes del Rey al extranjero, que al no estar despojados de relevancia institucional deben ser puestos en conocimiento del Ejecutivo antes de su realización.
Regular en un texto legislativo las cuestiones aludidas contribuiría a mejorar la calidad democrática de la Corona en cuanto tal, reforzando el principio de su sometimiento al Estado de derecho gracias al establecimiento de controles que operan sobre el resto de poderes públicos y que, por lo demás, se aplican con toda normalidad en otras monarquías occidentales. Ciertamente, no cabe ignorar que la inviolabilidad absoluta que a día de hoy protege a la persona del Rey —no así a su familia— impide contemplar la imposición de sanciones jurídicas o económicas derivadas de las hipotéticas infracciones que aquel pudiera cometer. Pero, aun con dicho límite, una ley de la Corona estaría llamada a desplegar una importante eficacia disuasoria con vistas a prevenir hipotéticos excesos que carecen de justificación en un sistema democrático y que escapan a la comprensión y tolerancia de la ciudadanía.
A falta de acuerdo para sacar adelante una norma de tales características (otro ejemplo más de la deficiente capacidad de nuestros representantes políticos para definir políticas de Estado) confiemos al menos en que las puntuales medidas anunciadas por el Gobierno vean la luz. Sería un primer paso, insuficiente, pero bienvenido.
Ana Carmona Contreras es catedrática de Derecho Constitucional en la Univesidad de Sevilla.
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