De abuelas a madrastras
El incendio de Moria ha revelado cómo el cansancio de la población local ante la inacción de las autoridades acaba volviéndose contra las víctimas, los refugiados. Una atmósfera lesiva para la convivencia y peligrosa para la política
El incendio que ha arrasado el campo de refugiados de Moria no es un infortunio o una fatalidad que añadir a las que sobrellevan sus involuntarios habitantes, sino consecuencia directa de la negligencia política en la gestión de una realidad inexcusable: el mundo en movimiento; lo global, cada más presente y acuciante, sea un virus o uno de tantos éxodos. La desdichada suerte de las 12.000 personas atrapadas en Lesbos no solo ha probado el fracaso de la política migratoria de Grecia ―de la mano dura a la pretendida integración, y vuelta al palo y tentetieso, como el abandono en el mar de un millar de náufragos este año―, también la clamorosa incompetencia de la UE, que raya en la ignominia. Pero hay una derivada más inquietante: la degradación moral de una sociedad que hace cinco años recibió a los refugiados con los brazos abiertos y que hoy los hostiga, harta del olvido institucional ante una realidad definitivamente enquistada.
Esta gangrena social es especialmente dolorosa para quienes conocen la sempiterna hospitalidad de los griegos. Cabe esperar que las protestas de isleños airados contra los extranjeros sean la imagen elegida por conexiones televisivas en directo, porque la rabia vende más que la labor callada de los muchos locales que auxilian a tanto moisés salvado de las aguas. En 2016 las abuelas de Skala Sykaminias, el puerto al que llegan la mayoría de las lanchas desde Turquía, fueron propuestas como candidatas al Nobel de la Paz; ancianas con brazos sarmentosos que en su día conocieron el hambre y la guerra acunaban bebés y confortaban a sus madres tras el terror vivido en alta mar. Cuatro años después, las abuelas de Lesbos parecen haberse transmutado en madrastras de cuento.
La misma sociedad que reaccionó con nobleza y generosidad en 2015 ―la memoria de la emigración y del exilio está en el ADN griego―, cuando las olas rebotaban cadáveres comidos por los peces o niños con el miedo congelado en sus rostros, muestra hoy una faceta agria. El reflejo de una situación que se ha dejado pudrir de arriba abajo, de los despachos y los titulares alarmistas a los patios de vecindad, y en cuyas ondas de hastío e impotencia reverbera la oportunidad del populismo, de la ultraderecha (triste sino: desaparecida del Parlamento en Atenas, rampante en las islas).
Sirva de aviso la desazón de Lesbos para otros casos cercanos: el desgobierno de los CETI o los centros de menores no acompañados en contextos vecinales adversos; el cansancio de los habitantes de Lampedusa, terreno abonado para salvíficos redentores bendecidos por los sondeos; las razias de cazadores de migrantes en Bosnia o Bulgaria, y los discursos políticos que los azuzan; la inhumanidad de Malta o Italia con los náufragos. Si las plañideras llegan tarde esta vez, no será porque no haya suficientes señales del duelo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.